“Resiliencia para pandemials. Crianza y acompañamiento en tiempos de COVID” es un libro periodístico publicado por Alejandra Crail. Es una investigación sobre los efectos de la pandemia en los niños, los adolescentes y los adultos que cuidan de ellas y ellos. Publicamos un fragmento con permiso de la editorial Penguin Random House.
Criar un hijo en contextos adversos
Alejandra Crail
Habían pasado 81 años del último terremoto con consecuencias desastrosas en Nepal, uno de los países por los que se extiende el Himalaya. En abril de 2015 un terremoto de magnitud 7.8 removió las entrañas de Katmandú, la capital, y causó una avalancha en la montaña más alta del planeta Tierra, el Everest. El saldo que reportó el gobierno de Nepal fue de 8 mil 832 personas fallecidas, 22 mil 309 heridas y la destrucción completa de 530 mil edificios, escuelas y hogares.
Casi un mes después, en la mañana del martes 12 de mayo, otro sismo —ahora de magnitud 7.1— sorprendió a los nepalíes, y si bien el saldo fue inferior al del terremoto previo, se desató el pánico.
Las crónicas periodísticas locales e internacionales recogieron testimonios orales, grabaciones de teléfonos celulares y videos de cámaras de seguridad en los que se observa a la población sumida en un miedo tremendo, moviéndose entre gritos y buscando abrazos de protección.
Rownak Khan, la representante adjunta del Unicef en Nepal, testigo de lo que ocurrió en la zona cercana al epicentro, detalló días después: “Los niños se abrazaban unos a otros y estuvieron llorando durante horas mientras la gente abandonaba sus casas”.
Fue tras esa experiencia que lanzó uno de los primeros llamados a no subestimar el impacto emocional que estos desastres naturales tienen en la vida de niñas, niños y adolescentes más allá de la falta de comida, refugio o agua potable.
Y es que cuando alguna catástrofe impacta repentinamente en la vida de una sociedad, lo último que se piensa es la afectación que tendrá en el desarrollo psicosocial y psicoemocional de los ciudadanos más jóvenes, que no son necesariamente los menoscabos más visibles, como pueden ser los problemas relacionados con la alimentación, la educación o el acceso a la salud, pero que al final también marcan a una población.
Pressia Arifin-Cabo, representante adjunta del unicef en México, también estuvo en Nepal aquel 2015 y fue una de las piezas clave para gestionar la respuesta humanitaria ante el evento. Por ello no teme decir que las reacciones de niñas y niños ante un desastre inmediato, como un terremoto, o a largo plazo, como una pandemia, no provienen directamente del miedo al movimiento telúrico o a la enfermedad, sino a las reacciones de los adultos. Lo vio directamente en Nepal en 2015 y luego en México el 19 de septiembre de 2017, cuando ya estaba asignada a este país y un sismo de 7.1 grados Richter afectó severamente a la Ciudad de México, Morelos y otros estados aledaños, luego de que días antes otro sismo de 8.1 grados había dejado serios daños en Chiapas —lugar del epicentro—, así como en Oaxaca, Guerrero, Puebla y Tabasco.
En los dos casos pudo testificar que no se puede separar el actuar de un niño del de un adulto en estas circunstancias, un símil de lo que ocurre ante cualquier otro tipo de desastre natural, o bien, en una emergencia sanitaria o un hecho de la vida cotidiana.
“Cuando tiembla, el niño no grita de inmediato. La respuesta no proviene del terremoto en sí o de ver algo caer, viene de ver gritar a la mamá o al papá o a cualquier adulto cercano que se vuelve referencia. El susto del adulto asusta al niño y entonces comienza a gritar”, señala.
Los adultos generalmente no somos conscientes del impacto que provocamos en las emociones de niñas y niños, ni en cómo la falta de control al manifestar lo que sentimos tiene una afectación en cómo ellos interpretan lo que miran,
sienten y viven, así como en la forma en que comunicarán esta interpretación.
Ya en la Carta de la Niñez para la Reducción del Riesgo de Desastres de 2011 —en la que el unicef, Save the Children y otras organizaciones consultaron a más de 600 niñas y niños de 21 países de África, Asia, Medio Oriente y América Latina—, se estableció que la protección a la niñez debe ser prioritaria antes, durante y después del evento. Además, pusieron énfasis en la importancia de que se reconozca el derecho de niñas y niños a participar y a acceder a la información necesaria para lidiar con lo que están viviendo.
Si bien cada desastre tiene un impacto diferente, toda sociedad tiene su propia manera de reaccionar y enfrentarlo, así como cada familia tiene sus métodos de adaptación; en todos los casos hay un factor común: la urgencia de visibilizar las necesidades de niñas y niños en medio del caos. Esta visibilización comprende, entre muchas otras cosas, darles voz a los más pequeños y, sobre todo, hacer que su voz cuente; esta es la primera llave para criar niñas y niños resilientes.
La llave de la resiliencia
La resiliencia, según la Real Academia Española (RAE), es “la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”, y aunque la definición oficial parece decir que es algo innato, esto no es del todo cierto. La cualidad de resiliencia es producto de un trabajo previo a un evento traumático, trabajo que aporta conocimientos útiles para lidiar con un suceso caótico y que ayudarán a transformar el resultado final de esta experiencia, es decir: no basta con sobrevivir a una situación compleja, sino que hay que apostar por salir fortalecidos tras el hecho traumático.
La preparación previa puede abarcar el desarrollo de mecanismos de protección social, la difusión de información vital para que la población sepa cómo reaccionar, el establecimiento de espacios seguros y la ubicación de las instituciones que pueden ofrecer ayuda, según explica Pressia sobre el desarrollo de esta cualidad en comunidades.
Desde su perspectiva, así como son los preparativos previos los que dan pie a la resiliencia tras un evento catastrófico en una sociedad, es la preparación anticipada de niñas y niños lo que les dará acceso a la resiliencia en una situación caótica: hay que capacitarlos, hablar de riesgos, explicarles qué pueden hacer cuando se presente uno, así como desarrollar con ellos métodos de adaptación que puedan ayudarles a enfrentar y superar todas las situaciones novedosas y anormales que se van presentando a lo largo de sus vidas con los menores daños emocionales, físicos y psicológicos posibles.
La representante del unicef, quien tiene más de 15 años de experiencia en gestión de programas de desarrollo y respuesta humanitaria en situaciones de conflicto y desastres, recuerda un buen ejemplo de esto. En Bihar, India, una zona que a menudo presenta grandes inundaciones, las niñas y los niños forman parte activa del desarrollo de modelos de prevención. Se les pide su colaboración para identificar los puntos de riesgo en sus comunidades, hogares y escuelas, pero además se les permite otorgar consejos a los adultos sobre cómo mitigar estos riesgos. Así, en la inclusión de temas que también les competen, es como van aprendiendo sobre lo que es un desastre, los tipos de desastres a los que pueden ser vulnerables por la geografía de su ciudad y, sobre todo, cómo protegerse.
En Nepal, tras el sismo y durante el proceso de reconstrucción de los centros escolares, se vivió un proceso similar. Esas escuelas que originalmente fueron diseñadas por adultos, sin considerar las necesidades más básicas de sus usuarios principales, escucharon por primera vez las ideas de los menores. Esto trajo cambios clave en la infraestructura de las escuelas.
Un niño señaló que la manija de la puerta era muy alta para él y sus compañeros, sugirió bajarla para que pudiera abrirla si ocurría un sismo y no había un adulto cerca; lo mismo ocurrió con las ventanas que, consideraron, eran muy altas y propusieron construirlas más pegadas al piso para que funcionaran como salidas de emergencia ante la posibilidad de otro terremoto o algún incendio.
Estas modificaciones arquitectónicas jamás se le hubieran ocurrido a un adulto porque sus necesidades son diferentes y existe, en el imaginario colectivo, una idea de que la visión adulta es la única correcta y que sus decisiones siempre serán las más aptas. Pero, como lo asegura Pressia, no siempre es así.
“Hay que escuchar lo que tienen que decir las niñas y los niños, escuchar cómo ellos se sentirían protegidos, cuáles son sus necesidades y priorizarlas”, recalca.
Usualmente, detalla la especialista, los adultos creen que es mejor ocultar información aparentemente sensible a los más pequeños de la familia y, bajo un velo protector, se niega el diálogo, se otorgan explicaciones supuestamente más amables y aptas que no coinciden con la realidad; se les excluye de la toma de decisiones. Esto es quitarles la posibilidad de participar, aportar y, sobre todo, de prepararlos para lidiar con su presente y futuro.
Por ello, es fundamental escuchar las voces de niñas y niños durante la toma de decisiones dentro de los espacios que habitan, así como el conocimiento de las situaciones positivas y desventajosas que viven y su participación en el desarrollo de capacidades para detectar retos y en el aprendizaje de cómo superarlos, todo esto como la llave a la puerta de la resiliencia.
Entre las cosas benéficas que vienen con abrir esta puerta está la posibilidad de que las niñas y los niños aprendan a hablar con otros, a reconocer que sus emociones son importantes y que sus ideas son valiosas, lo que traerá como consecuencia la creación de vínculos de confianza con la gente que los rodea.
Conocer la realidad tal cual es, con sus beneficios y retos, les ayuda a adquirir la capacidad de relativizar conflictos, de evitar las visiones dramáticas y la sensación de estar en un pozo oscuro sin salida. Los problemas se convierten en obstáculos que serán vistos como desafíos y oportunidades para crecer y descubrir nuevas habilidades, gustos y capacidades; el pasado no los ancla, sino que se convierte en una herramienta para el autoconocimiento. Comienzan, así, a mirarse a sí mismos en un futuro más esperanzador que el que una situación traumática les ofrece.
Pero, sobre todo, aprenden que el hecho que han vivido y que los ha dañado no es determinante en su vida, es solo un momento y pasará: un mero aprendizaje que les ayudará a enfrentar la vida futura y que, por supuesto, no los define ni hoy ni en un futuro.
Qué es un trauma
Un evento traumático es un suceso aterrador, peligroso o violento que representa una amenaza para la vida o la integridad física; un trauma puede ser también presenciar una amenaza a la seguridad física o a la vida de un ser querido.
Ante esto, las niñas y los niños pueden comenzar a sentir emociones fuertes y a tener reacciones físicas que no se van, se quedan durante un buen tiempo y que pueden incluir sentir un terror constante, impotencia o miedo, así como presentar reacciones fisiológicas como palpitaciones, vómitos o pérdida del control de la vejiga o los intestinos.
Según la Red Nacional de Estrés Traumático Infantil (nctsn, por sus siglas en inglés), todo niño que experimenta una situación así y que no cuenta con la protección de su familia puede sumar ansiedad por todo lo que está sintiendo y que no alcanza a entender del todo.
Los traumas pueden ser externos, como un desastre natural o un accidente, o bien ocurrir en el seno familiar, como la violencia doméstica, el maltrato infantil, el abuso sexual o la muerte inesperada de un ser querido. Esto puede provocar diversos cambios en la vida de niñas y niños, que pueden ser desafiantes para todo cuidador.
Este organismo hace énfasis en las consecuencias que puede haber en una niña o niño que ha experimentado algún evento traumático en su vida. Según describe, puede haber malestares intensos y continuos, síntomas depresivos o de ansiedad, cambios de comportamiento, dificultades con la autorregulación, problemas relacionados con los demás o la formación de apegos, regresión o pérdida de habilidades previamente adquiridas, problemas de atención, pesadillas, dificultad para dormir y comer, y síntomas físicos, como dolores y molestias. Los niños mayores pueden consumir drogas o alcohol, comportarse de manera arriesgada o participar en actividades sexuales no saludables.
En este sentido, recuerda Pressia, es importante considerar que hay situaciones con las que los adultos estamos acostumbrados a lidiar, o bien, para las cuales tenemos un mayor bagaje de herramientas que nos permiten superar la adversidad. Sin embargo, para las niñas y los niños no es lo mismo, no podemos pedirles interpretar lo que les ocurre de la misma forma en la que lo interpretamos los adultos porque estas reacciones interfieren con su vida diaria y con su capacidad para desarrollarse positivamente.
La importancia de atender estos síntomas es que dejan secuelas a largo plazo que pueden impactar en su vida de adultos y convertirlos en candidatos a tener serios problemas de salud o dificultades para establecer relaciones satisfactorias y mantener el empleo.