Estas son las primeras páginas del libro “El hambre” publicado por el cronista argentino Martín Caparrós.
Los principios
1.
Eran tres mujeres: una abuela, una madre, una tía. Yo llevaba tiempo mirándolas moverse alrededor de ese catre de hospital mientras juntaban, lentas, sus dos platos de plástico, sus tres cucharas, su ollita tiznada, su balde verde, y se los daban a la abuela. Y las seguí mirando cuando la madre y la tía recogieron su manta, sus dos o tres camisetitas, sus trapos en un petate que ataron para que la tía se lo pusiera en la cabeza. Pero me quebré cuando vi que la tía se inclinaba sobre el catre, levantaba al chiquito, lo sostenía en el aire, lo miraba con una cara rara, como extrañada, como incrédula, lo apoyaba en la espalda de su madre como se apoyan los chiquitos en África en las espaldas de sus madres —con las piernas y los brazos abiertos, el pecho del chico contra la espalda de la madre, la cara hacia uno de los lados— y su madre lo ató con una tela, como se atan los chiquitos en África al cuerpo de sus madres. El chiquito quedó en su lugar, listo para irse a casa, igual que siempre, muerto.
No hacía más calor que de costumbre.
Creo que este libro empezó acá, en un pueblo muy cerca de acá, fondo de Níger, hace unos años, sentado con Aisha sobre un tapiz de mimbre frente a la puerta de su choza, sudor del mediodía, tierra seca, sombra de un árbol ralo, los gritos de los chicos desbandados, cuando ella me contaba sobre la bola de harina de mijo que comía todos los días de su vida y yo le pregunté si realmente comía esa bola de mijo todos los días de su vida y tuvimos un choque cultural:
—Bueno, todos los días que puedo.
Me dijo y bajó los ojos con vergüenza y yo me sentí como un felpudo, y seguimos hablando de sus alimentos y la falta de ellos y yo, tilingo de mí, me enfrentaba por primera vez a la forma más extrema del hambre y al cabo de un par de horas de sorpresas le pregunté —por primera vez, esa pregunta que después haría tanto— que si pudiera pedir lo que quisiera, cualquier cosa, a un mago capaz de dársela, qué le pediría. Aisha tardó un rato, como quien se enfrenta a algo impensado. Aisha tenía 30 o 35 años, la nariz de rapaz, los ojos de tristeza, su tela lila cubriendo todo el resto.
—Quiero una vaca que me dé mucha leche, entonces si vendo un poco de leche puedo comprar las cosas para hacer buñuelos para venderlos en el mercado y con eso más o menos me las arreglaría.
—Pero lo que te digo es que el mago te puede dar cualquier cosa, lo que le pidas.
—¿De verdad cualquier cosa?
—Sí, lo que le pidas.
—¿Dos vacas?
Me dijo en un susurro, y me explicó:
—Con dos sí que nunca más voy a tener hambre. Era tan poco, pensé primero.
Y era tanto.
2.
Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre —y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadero.
Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo. El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha in uido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Todavía, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre.
Yo no sabía.
El hambre es, en mis imágenes más viejas, un chico con la panza hinchada y las piernas aquitas en un lugar desconocido que entonces se llamaba Biafra; entonces, a nes de los sesentas, escuché por primera vez la versión más brutal de la palabra hambre: hambruna. Biafra fue un país efímero: declaró su independencia de Nigeria el día que yo cumplí diez años; antes de mis trece ya había desaparecido. En esa guerra un millón de personas se murieron de hambre. El hambre, en las pantallas de aquellos televisores blanco y negro, eran chicos, moscas zumbando alrededor, su rictus de agonía.
En las décadas siguientes la imagen se me haría más o menos habitual: repetida, insistente. Por eso siempre imaginé que empezaría este libro con el relato crudo, descarnado, tremendo de una hambruna. Llegaría acompañando a un equipo de emergencia a un paraje siniestro, probablemente africano, donde miles de personas estarían muriéndose de hambre. Lo contaría con detalles brutales y entonces, después de poner en escena el peor de los horrores, diría que no hay que engañarse —o dejarse engañar—: que las situaciones como ésta son solo la punta de la punta del iceberg y que la realidad real es muy distinta.
Lo tenía perfectamente pensado, diseñado, pero en los años que pasé trabajando en este libro no hubo hambrunas descontroladas —solo las habituales: la escasez terminal en el Sahel, los refugiados somalíes o sudaneses, las inundaciones en Bengala. Lo cual, por un lado, es una gran noticia. Pero, por otro, tanto menos importante, es un problema: esas hecatombes eran las únicas oportunidades que tenía el hambre de presentarse —imágenes en la pantalla del hogar— a los que no lo sufren. El hambre como catástrofe puntual y despiadada solo aparece cuando una guerra o un desastre natural. Lo que queda, en cambio, es aquello tanto más difícil de mostrar: los millones y millones de personas que no comen lo que deberían —y penan por eso, y se mueren de a poco por eso. El iceberg, lo que este libro trata de contar y de pensar.
Aunque no diga nada que no sepamos ya. Todos sabemos que hay hambre en el mundo. Todos sabemos que hay ochocientos, novecientos millones de personas —los cálculos vacilan— que pasan hambre cada día. Todos hemos leído o escuchado esas estimaciones —y no sabemos o no queremos hacer nada con ellas. Si en algún momento sirvió, se diría que ahora el testimonio —el relato más crudo— ya no sirve.
¿Qué queda entonces, el silencio?
Aisha, que me decía que con dos vacas su vida sería tan diferente. Si tengo que explicarlo —no sé si tengo que explicarlo—: nada me impresionó más que entender que la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto. La que te deja sin horizontes, sin siquiera deseos: condenado a lo mismo inevitable.
Digo, quiero decir, pero no sé cómo decirlo: usted, lector amable, tan bienintencionado, un poco olvidadizo, ¿se imagina lo que es no saber si va a poder comer mañana? Y, más: ¿se imagina cómo es una vida hecha de días y más días sin saber si va a poder comer mañana? ¿Una vida que consiste sobre todo en esa incertidumbre, en la zozobra de esa incertidumbre y el esfuerzo de imaginar cómo paliarla, en no poder pensar en casi nada más porque todo pensamiento se tiñe de esa falta? ¿Una vida tan restringida, tan cortita, tan dolorosa a veces, tan peleada?
Tantas maneras del silencio.
Este libro tiene muchos problemas. ¿Cómo contar lo otro, lo más lejano? Es muy probable que usted, lector, lectora, conozca a alguien que se murió de un cáncer, que sufrió un ataque violento, que perdió un amor un trabajo el orgullo; es muy improbable que conozca a alguien que viva con hambre, que viva la amenaza de morirse de hambre. Tantos millones de personas que son lo más lejano: lo que no sabemos —ni queremos— imaginar.
¿Cómo contar tanta miseria sin caer en el miserabilismo, en el uso lagrimita del dolor ajeno? Y, quizás antes: ¿por qué contar tanta miseria? Muy a menudo contar la miseria es un modo de usarla. La desgracia ajena interesa a muchos desgraciados que quieren convencerse de que no están tan mal o quieren, simplemente, sentir esa cosquilla en los pulgares. La desgracia ajena —la miseria— sirve para vender, para esconder, para mezclar los tantos: para suponer por ejemplo que el destino individual es un problema individual.
Y, sobre todo: ¿cómo pelear contra la degradación de las palabras? Las palabras «millones-de-personas-pasan-hambre» deberían signi car algo, causar algo, producir ciertas reacciones. Pero, en general, las palabras ya no hacen esas cosas. Algo pasaría, quizá, si pudiéramos devolverles sentido a las palabras.
Este libro es un fracaso. Para empezar, porque todo libro lo es. Pero sobre todo porque una exploración del mayor fracaso del género humano no podía sino fracasar. A lo cual, está claro, contribuyeron mis imposibilidades, mis dudas, mi incapacidad. Y, aún así, es un fracaso que no me avergüenza: tendría que haber conocido más historias, pensado más cuestiones, entendido algunas cosas más. Pero a veces fracasar vale la pena.
Y fracasar de nuevo, y fracasar mejor.
«La destrucción, cada año, de decenas de millones de hombres, de mujeres y de chicos por el hambre constituye el escándalo de nuestro siglo. Cada cinco segundos un chico de menos de diez años se muere de hambre, en un planeta que, sin embargo, rebosa de riquezas. En su estado actual, en efecto, la agricultura mundial podría alimentar sin problemas a 12.000 milllones de seres humanos, casi dos veces la población actual. Así que no es una fatalidad. Un chico que se muere de hambre es un chico asesinado», escribió, en su Destrucción masiva, el ex relator especial de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación Jean Ziegler.
Miles y miles de fracasos. Cada día se mueren, en el mundo —en este mundo— 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre. Si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer este libro, si usted se entusiasma y lo lee en —digamos— ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre unas 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. O sea que, probablemente, usted prefiera no leer este libro. Quizá yo haría lo mismo. Es mejor, en general, no saber quiénes son, ni cómo ni por qué.
(Pero usted sí leyó este breve párrafo en medio minuto; sepa que en ese tiempo solo se murieron de hambre entre ocho y diez personas en el mundo —y respire aliviado.)
Y si acaso, entonces, si decide no leerlo, quizá le siga revoloteando la pregunta. Entre tantas preguntas que me hago, que este libro se hace, hay una que sobresale, que repica, que sin cesar me apremia:
¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?