‘El Coronel no tiene quien le escriba’: fragmento

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Por Aldea de Periodistas

Si Gabo viviera, hoy cumpliría 90 años. El escritor Gabriel García Márquez fue un maestro para muchos reporteros y cronistas. Su mejor herencia han sido sus enseñanzas acerca del oficio y sus obras.

Para festejarlo, he aquí un fragmento de su libro El coronel no tiene quien le escriba, cuya primera edición salió en 1961, Medellín, Colombia. 

«El coronel durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío.

        —Qué te pasa.

        —Nada —dijo la mujer.

        Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.

        —No es nada raro —dijo—. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y todavía no he dado el pésame.

        Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta de su despacho el padre Angel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente y los gritos de los niiíos oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños amenazó al coronel con una escopeta de palo.

        —Qué hay del gallo, coronel —dijo con voz autoritaria.

        El coronel levantó las manos.

        —Ahí está el gallo.

        Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: “Virgen de medianoche”. Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer.

        No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer entró a la casa.

        Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora.

        —¿Dónde estabas? —preguntó el coronel.

        “Por ahí”, respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y volvió al dormitorio. “Nadie creía que fuera a llover tan temprano”. El coronel no hizo ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el vidrio y colocó la silla en su puesto.

        Encontró a su mujer rezando el rosario.

        —No me has contestado una pregunta —dijo el coronel.

        —Cuál.

        —¿Dónde estabas?

        —Me quedé hablando por ahí —dijo ella—. Hacía tanto tiempo que no salía a la calle.

        El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la lámpara en el suelo y se acostó.

        —Te comprendo —dijo tristemente—. Lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras.

        Ella exhaló un largo suspiro.

        —Estaba donde el padre Angel —dijo—. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos de matrimonio.

        —¿Y qué te dijo?

        —Que es pecado negociar con las cosas sagradas.

        Siguió hablando desde el mosquitero. “Hace dos días traté de vender el reloj”, dijo. “A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad”. El coronel comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor.

        —Tampoco quieren el cuadro —dijo ella—. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos.

        El coronel se encontró amargo.

        —De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.

        —Estoy cansada —dijo la mujer—. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla.

        El coronel se sintió ofendido.

        —Eso es una verdadera humillación —dijo.

        La mujer abandonó el mosquitero y se dirigió a la hamaca. “Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa”, dijo. Su voz empezó a oscurecerse de cólera. “Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad”.

        El coronel no movió un músculo.

        —Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo muerto —prosiguió ella—. Nada más que un hijo muerto.

        El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones.

        —Cumplimos con nuestro deber —dijo.

        —Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte años —replicó la mujer—. Ahí tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que no le alcanza para meter la plata, un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuezo.

        —Pero se está muriendo de diabetes —dijo el coronel.

        —Y tú te estás muriendo de hambre —dijo la mujer—. Para que te convenzas que la dignidad no se come.

        La interrumpió el relámpago. El trueno se despedazó en la calle, entró al dormitorio y pasó rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer saltó hacia el mosquitero en busca del rosario.

        El coronel sonrió.

        —Esto te pasa por no frenar la lengua —dijo—. Siempre te he dicho que Dios es mi copartidario.

        Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos”. Y abandonó a Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de Neerlandia.

        Abrió los ojos.

        —Entonces no hay que pensarlo más —dijo.

        —Qué.

        —La cuestión del gallo —dijo el coronel—. Mañana mismo se lo vendo a mi compadre Sabas por novecientos pesos.

        A través de la ventana penetraron a la oficina los gemidos de los animales castrados revueltos con los gritos de don Sabas. “Si no viene dentro de diez minutos, me voy”, se prometió el coronel, después de dos horas de espera. Pero esperó veinte minutos más. Se disponía a salir cuando don Sabas entró a la oficina seguido por un grupo de peones. Pasó varias veces frente al coronel sin mirarlo.

        Sólo lo descubrió cuando salieron los peones.

        —¿Usted me está esperando, compadre?

        —Sí, compadre —dijo el coronel—. Pero si está muy ocupado puedo venir más tarde.

        Don Sabas no lo escuchó desde el otro lado de la puerta.

        —Vuelvo en seguida —dijo.

        Era un mediodía ardiente. La oficina resplandecía con la reverberación de la calle. Embotado por el calor, el coronel cerró los ojos involuntariamente y en seguida empezó a soñar con su mujer. La esposa de don Sabas entró de puntillas.

        —No despierte, compadre —dijo—. Voy a cerrar las persianas porque esta oficina es un infierno.

        El coronel la persiguió con una mirada completamente inconsciente. Ella habló en la penumbra cuando cerró la ventana.

        —¿Usted sueña con frecuencia?

        —A veces —respondió el coronel, avergonzado de haber dormido—. Casi siempre sueño que me enredo en telarañas.

        —Yo tengo pesadillas todas las noches —dijo la mujer—. Ahora se me ha dado por saber quién es esa gente desconocida que uno se encuentra en los sueños.

        Conectó el ventilador eléctrico. “La semana pasada se me apareció una mujer en la cabecera de la cama”, dijo. “Tuve el valor de preguntarle quién era y ella me contestó: Soy la mujer que murió hace doce años en este cuarto”.

        —La casa fue construida hace apenas dos años .—dijo el coronel.

        —Así es —dijo la mujer—. Eso quiere decir que hasta los muertos se equivocan.

        El zumbido del ventilador eléctrico consolidó la penumbra. El coronel se sintió impaciente, atormentado por el sopor y por la bordoneante mujer que pasó directamente de los sueños al misterio de la reencarnación. Esperaba una pausa para despedirse cuando don Sabas entró a la oficina con su capataz.

        —Te he calentado la sopa cuatro veces —dijo la mujer.

        —Si quieres caliéntala diez veces —dijo don Sabas—. Pero ahora no me friegues la paciencia.

        Abrió la caja de caudales y entregó a su capataz un rollo de billetes junto con una serie de instrucciones. El capataz descorrió las persianas para contar el dinero. Don Sabas vio al coronel en el fondo de la oficina pero no reveló ninguna reacción. Siguió conversando con el capataz. El coronel se incorporó en el momento en que los dos hombres se disponían a abandonar de nuevo la oficina. Don Sabas se detuvo antes de abrir la puerta.

        —¿Qué es lo que se le ofrece, compadre?

        El coronel comprobó que el capataz lo miraba.

        —Nada, compadre —dijo—. Que quisiera hablar con usted.

        —Lo que sea dígamelo en seguida —dijo don Sabas—. No puedo perder un minuto.

        Permaneció en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta. El coronel sintió pasar los cinco segundos más largos de su vida. Apretó los dientes.

        —Es para la cuestión del gallo — murmuró.

        Entonces don Sabas acabó de abrir la puerta. “La cuestión del gallo”, repitió sonriendo, y empujó al capataz hacia el corredor. “El mundo cayéndose y mi compadre pendiente de ese gallo”. Y luego, dirigiéndose al coronel:

        —Muy bien, compadre. Vuelvo en seguida.

        El coronel permaneció inmóvil en el centro de la oficina hasta cuando acabó de oír las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor. Después salió a caminar por el pueblo paralizado en la siesta dominical. No había nadie en la sastrería. El consultorio del médico estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercancía expuesta en los almacenes de los sirios. El río era una lámina de acero. Un hombre dormía en el puerto sobre cuatro tambores de petróleo, el rostro protegido del sol por un sombrero. El coronel se dirigió a su casa con la certidumbre de ser la única cosa móvil en el pueblo.

        La mujer lo esperaba con un almuerzo completo.

        —Hice un fiado con la promesa de pagar mañana temprano —explicó.

        Durante el almuerzo el coronel le contó los incidentes de las tres últimas horas. Ella lo escuchó impaciente.

        —Lo que pasa es que a ti te falta carácter —dijo luego—. Te presentas como si fueras a pedir una limosna cuando debías llegar con la cabeza levantada y llamar aparte a mi compadre y decirle: “Compadre, he decidido venderle el gallo”.

        —Así la vida es un soplo —dijo el coronel.

        Ella asumió una actitud enérgica.

        Esa mañana había puesto la casa en orden y estaba vestida de una manera insólita, con los viejos zapatos de su marido, un delantal de hule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas. “No tienes el menor sentido de los negocios”, dijo. “Cuando se va a vender una cosa hay que poner la misma cara con que se va a comprar”. El coronel descubrió algo divertido en su figura.

        —Quédate así como estás —la interrumpió sonriendo—. Eres idéntica al hombrecito de la avena Quaker.

        Ella se quitó el trapo de la cabeza.

        —Te estoy hablando en serio —dijo—. Ahora mismo llevo el gallo a mi compadre y te apuesto lo que quieras que regreso dentro de media hora con los novecientos pesos.

        —Se te subieron los ceros a la cabeza —dijo el coronel—. Ya empiezas a jugar la plata del gallo.

 

Portada de la Primera Edición de 'El coronel no tiene quien le escriba'.
Portada de la Primera Edición de ‘El coronel no tiene quien le escriba’, imagen tomada de la Gaboteca de la Biblioteca Nacional de Colombia.

 

Le costó trabajo disuadiría. Ella habla dedicado la mañana a organizar mentalmente el programa de tres años sin la agonía de los viernes. Preparó la casa para recibir los novecientos pesos. Hizo una lista de las cosas esenciales de que carecian, sin olvidar un par de zapatos nuevos para el coronel. Destinó en el dormitorio un sitio para el espejo. La momentánea frustración de sus proyectos le produjo una confusa sensación de vergüenza y resentimiento.

        Hizo una corta siesta. Cuando se incorporó, el coronel estaba sentado en el patio.

        —Y ahora qué haces —preguntó ella.

        —Estoy pensando —dijo el coronel.

        —Entonces está resuelto el problema. Ya se podrá contar con esa plata dentro de cincuenta años.

        Pero en realidad el coronel había decidido vender el gallo esa misma tarde. Pensó en don Sabas, solo en su oficina, preparándose frente al ventilador eléctrico para la inyección diaria. Tenía previstas sus respuestas.

        —Lleva el gallo —le recomendó su mujer al salir—. La cara del santo hace el milagro.

        El coronel se opuso. Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle con una desesperante ansiedad.

        —No importa que esté la tropa en su oficina —dijo—. Lo agarras por el brazo y no lo dejas moverse hasta que no te dé los novecientos pesos.

        —Van a creer que estamos preparando un asalto.

        Ella no le hizo caso.

        —Acuérdate que tú eres el dueño del gallo —insistió—. Acuérdate que eres tú quien va a hacerle el favor.

        —Bueno.

        Don Sabas estaba con el médico en el dormitorio. “Aprovéchelo ahora, compadre”, le dijo su esposa al coronel. “El doctor lo está preparando para viajar a la finca y no vuelve hasta el jueves”. El coronel se debatió entre dos fuerzas contrarias: a pesar de su determinación de vender el gallo quiso haber llegado una hora más tarde para no encontrar a don Sabas.

        —Puedo esperar —dijo.

        Pero la mujer insistió. Lo condujo al dormitorio donde estaba su marido sentado en la cama tronal, en calzoncillos, fijos en el médico los ojos sin color. El coronel esperó hasta cuando el médico calentó el tubo de vidrio con la orina del paciente, olfateó el vapor e hizo a don Sabas un signo aprobatorio.

        —Habrá que fusilarlo —dijo el médico dirigiéndose al coronel—. La diabetes es demasiado lenta para acabar con los ricos.

        “Ya usted ha hecho lo posible con sus malditas inyecciones de insulina”, dijo don Sabas, y dio un salto sobre sus nalgas fláccidas. “Pero yo soy un clavo duro de morder”. Y luego, hacia el coronel:

        —Adelante, compadre. Cuando salí a buscarlo esta tarde no encontré ni el sombrero.

        —No lo uso para no tener que quitármelo delante de nadie.

        Don Sabas empezó a vestirse. El médico se metió’en el bolsillo del saco un tubo de cristal con una muestra de sangre. Luego puso orden en el maletín. El coronel pensó que se disponía a despedirse.

        —Yo en su lugar le pasaría a mi compadre una cuenta de cien mil pesos, doctor —dijo—. Así no estará tan ocupado.

        —Ya le he propuesto el negocio, pero con un millón —dijo el médico—. La pobreza es el mejor remedio contra la diabetes.

        “Gracias por la receta”, dijo don Sabas tratando de meter su vientre voluminoso en los pantalones de montar. “Pero no la acepto para evitarle a usted la calamidad de ser rico”. El médico vio sus propios dientes reflejados en la cerradura niquelada del maletín. Miró su reloj sin manifestar impaciencia. En el momento de ponerse las botas don Sabas se dirigió al coronel intempestivamente.

        —Bueno, compadre, qué es lo que pasa con el gallo.

        El coronel se dio cuenta de que también el médico estaba pendiente de su respuesta. Apretó los dientes.

        —Nada, compadre —murmuró—. Que vengo a vendérselo.

        Don Sabas acabó de ponerse las botas.

        —Muy bien, compadre —dijo sin emoción—. Es la cosa más sensata que se le podía ocurrir.

        —Ya yo estoy muy viejo para estos enredos —se justificó el coronel frente a la expresión impenetrable del médico—. Si tuviera veinte años menos sería diferente.

        —Usted siempre tendrá veinte años menos —replicó el médico.

        El coronel recuperó el aliento. Esperó a que don Sabas dijera algo más, pero no lo hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se preparó para salir del dormitorio.

        —Si quiere hablamos la semana entrante, compadre —dijo el coronel.

        —Eso le iba a decir —dijo don Sabas—. Tengo un cliente que quizá le dé cuatrocientos pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.

        —¿Cuánto? —preguntó el médico.

        —Cuatrocientos pesos.

        —Había oído decir que valía mucho más —dijo el médico.

        —Usted me había hablado de novecientos pesos —dijo el coronel, amparado en la perplejidad del doctor—. Es el mejor gallo de todo el Departamento.

        Don Sabas respondió al médico.

        “En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil”, explicó. “Pero ahora nadie se atreve a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera”. Se volvió hacia el coronel con una desolación aplicada:

        —Eso fue lo que quise decirle, compadre.

        El coronel aprobó con la cabeza.

        —Bueno —dijo.

        Los siguió por el corredor., El médico quedó en la sala requerido por la mujer de don Sabas que le pidió un remedio “para esas cosas que de pronto le dan a uno y que no se sabe qué es”. El coronel lo esperó en la oficina. Don Sabas abrió la caja fuerte, se metió dinero en todos los bolsillos y extendió cuatro billetes al coronel.

        —Ahí tiene sesenta pesos, compadre —dijo—. Cuando se venda el gallo arreglaremos cuentas.

        El coronel acompañó al médico a través de los bazares del puerto que empezaban a revivir con el fresco de la tarde. Una barcaza cargada de caña de azúcar descendía por el hilo de la corriente. El coronel encontró en el médico un hermetismo insólito.

      —¿Y usted cómo está, doctor?

        El médico se encogió de hombros.

        —Regular —dijo—. Creo que estoy necesitando un médico.

        —Es el invierno —dijo el coronel—. A mí me descompone los intestinos.

        El médico lo examinó con una mirada absolutamente desprovista de interés profesional. Saludó sucesivamente a los sirios sentados a la puerta de sus almacenes. En la puerta del consultorio el coronel expuso su opinión sobre la venta del gallo.

        —No podía hacer otra cosa —le explicó—. Ese animal se alimenta de carne humana.

        —El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas —dijo el médico—. Estoy seguro de que revenderá el gallo por los novecientos pesos.

        —¿Usted cree?

        —Estoy seguro —dijo el médico—. Es un negocio tan redondo como su famoso pacto patriótico con el alcalde.

        El coronel se resistió a creerlo. “Mi compadre hizo ese pacto para salvar el pellejo”, dijo. “Por eso pudo quedarse en el pueblo”.

        “Y por eso pudo comprar a mitad de precio los bienes de sus propios copartidarios que el alcalde expulsaba del pueblo”, replicó el médico. Llamó a la puerta pues no encontró las llaves en los bolsillos. Luego se enfrentó a la incredulidad del coronel.

        —No sea ingenuo —dijo—. A don Sabas le interesa la plata mucho más que su propio pellejo.

        La esposa del coronel salió de compras esa noche. Él la acompañó hasta los almacenes de los sirios rumiando las revelaciones del médico.

        —Busca en seguida a los muchachos y diles que el gallo está vendido —le dijo ella—. No hay que dejarlos con la ilusión.

        —El gallo no estará vendido mientras no venga mi compadre Sabas —respondió el coronel.

        Encontró a Alvaro jugando ruleta en el salón de billares. El establecimiento hervía en la noche del domingo. El calor parecía a más intenso a causa de las vibraciones del radio a todo volumen. El coronel se entretuvo con los números de vivos colores pintados en un largo tapiz de hule negro e iluminados por una linterna de petróleo puesta sobre un cajón en el centro de la mesa. Alvaro se obstinó en perder en el veintitrés. Siguiendo el juego por encima de su hombro el coronel observó que el once salió cuatro veces en nueve vueltas.

        —Apuesta al once —murmuró al oído de Alvaro—. Es el que más sale.

        Alvaro examinó el tapiz. No apostó en la vuelta siguiente. Sacó dinero del bolsillo del pantalón, y con el dinero una hoja de papel. Se la dio al coronel por debajo de la mesa.

        —Es de Agustín —dijo.

        El coronel guardó en el bolsillo la hoja clandestina. Alvaro apostó fuerte al once.

        —Empieza por poco —dijo el coronel.

        “Puede ser una buena corazonada”, replicó Alvaro. Un grupo de jugadores vecinos retiró las apuestas de otros números y apostaron al once cuando ya había empezado a girar la enorme rueda de colores. El coronel se sintió oprimido. Por primera vez experimentó la fascinación, el sobresalto y la amargura del azar.

        Salió el cinco.

        —Lo siento —dijo el coronel avergonzado, y siguió con un irresistible sentimiento de culpa el rastrillo de madera que arrastró el dinero de Alvaro—. Esto me pasa por meterme en lo que no me importa.

        Alvaro sonrió sin mirarlo.

        —No se preocupe, coronel. Pruebe en el amor.».

 


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