El periodista Vicente Verdú murió hace unos días, el 21 de agosto pasado. Comenzó a trabajar en El País, después de intentar una y otra vez dedicarse de tiempo completo a la poesía: quedaba solo de finalista en los concursos.
Cuando entró al diario, su primera lección la aprendió del director: “Vicente: esto es un periódico. Escribir bien es escribir bien deprisa”, le dijo. Y nunca la olvidó. Años después se convirtió en jefe de Opinión y jefe de Cultura, además de columnista. Hasta su muerte fue miembro de la Fundación Nieman para el Periodismo de la Universidad Harvard.
Aunque en sus últimos años regresó de lleno nuevamente a la poesía ya la pintura.
Este es un perfil sobre él, sobre un periodista “que encarnaba un modelo de periodista culto y cosmopolita que ha desaparecido de la mayor parte de los diario”. El entrevistador es Carlos Mármol, de Letra Global.
«Vicente Verdú llegó al periodismo, ese oficio sin nobleza, por un camino insólito y, al mismo tiempo, perfectamente convencional: quería ser poeta. Degenerando, degenerando, como diría Juan Belmonte, terminó un día, aunque quizás fuera más bien una noche, en la redacción de un diario, ese sitio mágico que en alguna ocasión definió como un lugar de donde –si eres periodista– no tienes manera de irte nunca a tu casa, salvo a la fuerza. Léase: con la carta de despido entre los dientes o con los pies por delante. Hasta embarcarse en el primer paquebote a la deriva –el periodismo no es más que la suma de naufragios– su singladura biográfica había sido generosa en desvíos, rodeos y digresiones. Niño burgués en el Elche de la posguerra, había estudiado el bachillerato de ciencias con los salesianos y, como cualquier adolescente de la época, poseía un alto concepto de sí mismo.
En alguna conferencia contó años después, con la timidez de quienes saben que no existen dos vidas idénticas y, aún así, todas se parecen un poco, que su porvenir cambió un día en el que un profesor del colegio lo llamó a su despacho y le acusó de copiar con reiteración y desvergüenza las redacciones de clase. Semejante sospecha, que estuvo a punto de costarle la expulsión, terminó despertando en él una salvaje vocación literaria que, sumada al talento, y a las lecturas, con el paso del tiempo lo convertirían en uno de los mejores analistas de la sociedad española en su tránsito desde el tardofranquismo a la democracia.
Verdú no copiaba nada. Simplemente escribía mejor que la media y consideraba que su misión vital era iluminar al mundo con sus versos. El único problema es que sólo lo pensaba él. “Nunca conseguí ganar ningún premio de poesía. Siempre quedaba finalista”, reconocía con un fastidio que revela que en su interior albergaba a alguien que deseaba obtener reconocimiento a su esfuerzo.
Desolado por la incomprensión lírica, y suponemos que influenciado por el modelo social de la época, consideró, junto a Alberto Corazón, el diseñador gráfico, que su futuro –sin duda radiante– exigía ser un ilustre ingeniero. Los dos amigos se matricularon juntos en la escuela de industriales. Tras conocer de primera mano las hieles del cálculo técnico, ese infierno en la tierra, los jóvenes airados decidieron –de mutuo acuerdo– que aquel no era su sitio y se confabularon para abandonar la carrera.
Corazón se orientó al sector editorial y Verdú, para no perder un año académico entero, terminó matriculándose en Económicas, lo más parecido a una carrera de letras que encontró dentro de la rama de ciencias. Aquello iba a ser una situación temporal, pero las buenas notas hicieron que terminara licenciándose en el CEU a pesar de no haberse planteado nunca, ni en broma, un futuro, y menos un presente, como agente de cambio o ejecutivo empresarial. Pasar de poeta adolescente a tecnócrata era una traición al espíritu romántico propio de un escritor (vocacional). No way.
Así que, huyendo de tan prosaico destino, terminó –gracias a una bendita beca– en la Sorbona de París estudiando sociología, materia en la que se doctoró, y relacionándose con parte de la intelligentsia marxista de la época. Al volver a España se hizo una promesa: “No vivirás sino de la escritura”. Por supuesto, terminó en un periódico. Entonces entrar era tarea sencilla: no había que saber de nada y, como escribió Roberto Arlt, tampoco hacía falta saber escribir. El oficio perfecto.
A Verdú, con un doctorado y una licenciatura, los muchachos del periódico lo pusieron a cortar teletipos y a escribir noticias de bolsa, materia de la que no sabía ni jota a pesar del lustro largo en la universidad. El aprendiz de gacetillero trataba de suplir su desconocimiento con una decidida voluntad de estilo. Sus íntimos cuentan que tardaba más de dos horas y media para escribir una vulgar columna bursátil frente a los veinte minutos de media de cualquier otro plumilla. El director del periódico le dijo: “Vicente: esto es un periódico. Escribir bien es escribir bien deprisa”. No volvió a olvidarlo.
En aquel primer diario hizo absolutamente de todo: sucesos, entrevistas, crónicas de toros y hasta espectáculos. Nada intelectual. Periodismo de improvisación y trinchera. No hay escuela mejor para aprender esta profesión, donde el azar es bastante más decisivo que los títulos académicos. Lo habitual entonces era que te despidieran o que el periódico cerrara. O ambas cosas. A él le ocurrieron las dos. La diferencia –en relación a nuestros días– es que al poco tiempo siempre se abrían otros periódicos o revistas, así que la rueda de los naufragios proseguía. Verdú tuvo suerte. En uno de estos despidos y cierres recurrentes acabó entrando en la redacción de Cuadernos para el Diálogo y, más tarde, en la Revista de Occidente, dos publicaciones de marcado tono intelectual donde encontró su sitio natural.
Más tarde llegaría a El País de la mano de Cebrián, que lo puso a dirigir el equipo de editorialistas, incluido Javier Pradera, con el que tuvo algún que otro episodio mítico. En El País dirigió la opinión –lo pasaron a cultura años después– cuando el intelectual colectivo –como lo llamó Aranguren– parecía haber logrado el espejismo de la excelencia en el crudo periodismo en español. Verdú se encontraba por fin en el sitio justo y en el momento adecuado. Tenía la tribuna ideal.
Pero, tras varios años en la cumbre, decidió salir corriendo: “Aquello era insoportable. Todos los colaboradores te hacían la pelota porque pensaban que estar bien contigo servía para que les publicaras más colaboraciones. En el fondo, lo que yo hacía no era escribir, sino administrar la opinión”, confesó tiempo después, cuando su relación con el periódico se limitaba ya a sus propias colaboraciones y los puestos de responsabilidad eran parte de su pasado. El distanciamiento, que comenzó con su primera estancia en Estados Unidos –gracias otra vez a las becas–, y prosiguió más tarde, cuando se llevó a toda la familia a vivir a América, le permitió desvelar algunos de los falsos mitos de la casa, como el famoso dogma de que la opinión y la información, en un periódico, son cosas absolutamente distintas, “cuando en el fondo se trata de un mero simulacro que consiste en titular en cursiva o en redonda”.
Verdú siempre dijo que su mejor etapa profesional la pasó en El País. Los hechos lo avalan: recibió premios –el González Ruano o el Nacional de Periodismo– y se codeó durante años con la crema y nata de la intelectualidad progresista, pero su sueño seguía pendiente: dedicarse sólo a escribir. Salir del periódico voluntariamente no debió ser fácil, pero su bibliografía ensayística, hasta entonces discreta, creció desde ese instante en cantidad y calidad, con títulos como El planeta americano o El capitalismo funeral. En ellos combinaba los matices del pensamiento francés con el pragmatismo británico.
En un país como España, donde “de diez cabezas, nueve embisten y una piensa”, como decía Machado, por el que Verdú sentía cierta fobia, su estilo era una perfecta anomalía. Fue el primero que escribió en los periódicos de arquitectura como un hecho cultural más y, en cierto sentido, fuera del diario siguió practicando, aunque esta vez a su aire, esa forma de periodismo reposado que es el ensayo impresionista, formalmente antiacadémico y de influencia anglosajona.
En una profesión donde históricamente siempre ha habido dos estirpes –los periodistas de acción y los de ideas– eligió ser de los segundos. En realidad no son razas incompatibles –la perfección del oficio es la síntesis entre ambas– pero en los diarios, donde la gramática parda es la máxima filosofía que se tolera, acostumbran a considerarse antagónicas. Sin los primeros no hay noticias, pero sin los segundos las noticias carecen de su sentido y, a la larga, no hay periódico que se sostenga en el tiempo.
Verdú era de los periodistas que piensan por sí mismos. Su obra ensayística está dedicada a desentrañar los grandes cambios sociales de la vida cotidiana, más que a contar efímeros episodios políticos. En una profesión donde a algunos se les ponen los ojos en blanco con los cotilleos de salón y los titulares de portera, tenía sagacidad para descifrar las grandes tendencias sociales y el talento necesario para construir conceptos que expresaran lo complejo de forma sencilla.
Sus libros tienen además la virtud de ser breves sin dejar de ser densos. Leyéndole se ve cómo ha cambiado España mejor que a través de los acontecimientos políticos. La vida oficial está llena de mentiras. La existencia ordinaria, en cambio, es una mina de verdades. Fue un escritor capaz de diferenciar lo permanente de lo accesorio, entre lo que nos define y aquello que es pasajero. Se inventó el concepto de personismo –la utilización de la identidad como mercancía– antes de la explosión de las redes sociales. Y vio que el capitalismo financiero se había transformado en una inmensa ficción donde ya no cuentan ni el esfuerzo ni el trabajo.
En ese humilde dietario que es Días sin fumar (Anagrama), donde narra uno de sus intentos por abandonar el tabaco, señalaba –con 45 años– cuál fue su reacción ante los primeros indicios médicos sobre su mortalidad. “Tener un enfisema me pareció un diagnóstico convencionalmente exagerado, aunque admití que con treinta y tantos cigarrillos diarios estaba maltratando el sistema respiratorio y posiblemente otras zonas menos evidentes”.
En sus últimos años enviudó y se refugió en la pintura, disciplina en la que demostró la misma sugerente creatividad que escribiendo su prosa de ideas. Sus óleos son abstractos, coloristas y sentimentales. La obra crepuscular de un hombre profundo. También cumplió su sueño de regresar a la poesía. Su último libro –La muerte, el amor y la menta (Bartleby)– es un epitafio. Describe la melancolía con dos versos extraordinarios –“Nos entristecemos, sobre todo/por la pena que nos damos” y dedica otros, irónicos, al rostro hirsuto de la muerte: “Los ricos se complacen en las hornacinas/y los pobres se reúnen/como ceniza en los santuarios”.»
Leer enlace original: https://bit.ly/2wmsH10