Mamá periodista, la terquedad de seguir en una profesión que demanda mucho y cada vez paga menos

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Por Itzel Ramírez*

 

Llegué al periodismo sin buscarlo, eso es un hecho. Cuando vi publicada por primera vez una nota mía (firmada como Staff por políticas del periódico), no pude parar. Ser los ojos de quienes leen, dar forma a lo que se atestigua, explicar o investigar se convirtió en mi profesión, en lo que comencé a hacer para entender yo misma el mundo.

Si ahora lo entiendo mejor, no lo tengo claro. Lo que sí es que, sin duda, hay una fuerza que me pide seguir, que me provoca sugerir ángulos, temas, informaciones para seguir explicando, para jalar hilos, para contar historias, para escuchar y preguntar.

Con un embarazo muy complicado, en plena pandemia y con meses de salario recortado, me fui acostumbrado a desmitificar las ideas romantizadas de la maternidad. Eso del brillo en los ojos de las mujeres embarazadas o de sentir una felicidad desbordada no me pasó; mi caso fueron nueve meses completitos de amenazas de aborto, náuseas y vómitos, pasar del sueño extremo a no poder dormir, nada qué ver con lo que hasta entonces yo suponía que se vivía durante el embarazo.

¡Mi niño!, me repetía una y otra vez en el hospital cuando pusieron su cunita a lado de mi cama, impresionada de conocer a mi hijo, tan chiquitito, que se pegaba a mi pecho con tanta urgencia, tan calientito.

Ya en casa, Ono —como llamo a veces a mi hijo— se convirtió en la experiencia más amorosa, intensa y retadora que he tenido. Del posparto recuerdo vagamente las incomodidades, cada vez que algo me dolía —duele todo cuando se tiene un bebé—, mi mente se concentraba en el recuerdo del sol en la carita de mi hijo y, sin exagerar, aquello pasaba más fácil.

A punto de cumplir un año con Ono en mi vida, todavía hay cosas a las que no me acostumbro. Trabajar de madrugada, en silencio para no despertarle; explicar a mis fuentes que si a media entrevista escuchan un llanto, es mi bebé y que si no se calma hay que pausar y seguir más tarde; cantar y bailar por enésima vez “El Mamboretá” para que sonría, se distraiga y me dé chance de seguir escribiendo…

Tampoco me acostumbro a preocuparme tanto por nuestro futuro, el mío, el de mi pareja, pero sobre todo, el de mi hijo.

Por un lado, quiero que Ono se sienta orgulloso de lo que hago, que sepa que soy una periodista íntegra, que cuestiona y busca siempre ir más allá. Pero también quiero tener la certeza de una profesión que me permita no vivir preocupada por mis ingresos, por un esquema de seguridad social, por estabilidad económica y laboral.

Quiero que le importe su entorno, que no se quede callado, que sea congruente con lo que piensa, que crezca y se convierta en una persona justa y comprometida, pero me aterra la idea de que quiera ser periodista, como yo.

Hace unos tres meses le escribí al editor de un medio con el que colaboro ocasionalmente, le contaba sobre cómo se estaba comunicando el crimen organizado. Cerré el mensaje diciéndole que aquello era solamente para su conocimiento, porque yo no cubriría esos temas por decisión personal; de inmediato me contestó que tampoco él buscaba publicar esa información. Me rompió un poco saber adónde ha llegado esta suerte de “autocuidado”, los dos sabemos el riesgo de entrarle a esos temas y hemos optado por el silencio.

Aquel episodio me sacudió. Sí, quiero que Ono sepa lo que hago, que sepa que me importa y que es necesario, que cuando más oscuro se está, el periodismo es la luz que nos guía, como dicen en Efecto Cocuyo. Al mismo tiempo, honestamente prefiero no escribir ciertos hechos y que mi niño me tenga a su lado, viva.

También está el aspecto económico.

A los ocho meses, Ono estuvo internado en el hospital, grave. Un miércoles por la noche su cuerpecito se debatía entre la vida y la muerte, y yo, a su lado, sentía que se me escapaba de a poquito, sin poder hacer mucho más que abrazarlo y decirle que yo ahí iba a estar con él, sin dejarlo un segundo. Él nunca se rindió, tampoco quienes nos acompañaron de lejos con sus rezos, deseos, velas y buenas vibras.

El episodio nos dejó devastados económicamente. Yo tuve que detener mi trabajo de planta para dedicarme enteramente al cuidado de mi hijo, sacrificando además de los ingresos familiares, mi trabajo, esa especie de ‘ventana’ al mundo.

Aunque trato de leer, estar al día, colaborar en pequeñas notas, mi ocupación primordial es ser mamá. Vale la pena, sin duda, pero no se quita la espinita de dedicarme a lo mío, adonde llegué casi sin querer. Aunque aspiro, sin duda, a tener un trabajo bien remunerado, que me permita tener un ingreso digno para mi familia, que me dé la posibilidad de tener un sistema de seguridad social, que me permita cuidarme, cuidar a mi hijo, a mi familia y donde pueda dedicarme a mi chamba sin tener que contar cuántas notas más tengo que hacer para llegar a fin de mes.

Lo peor es que mi realidad no es un caso extraordinario. Una buena amiga y excelente periodista me contaba hace unos días que como colaboradora de un medio nacional le pagan 500 pesos por nota, siempre y cuando sea tan relevante que se publique en el periódico impreso, si su trabajo no pasó del portal (uno de los más visitados en México) al impreso, esa nota simplemente no se paga. Ello la ha obligado a buscar otros tres trabajos para poder mantenerse ella y a sus dos hijos adolescentes.

Hoy, mi Ono se recupera a pasos agigantados y aunque sigue en tratamiento, tiene una vida plena, como cualquier bebé de su edad. Ríe, comienza a pararse, se comunica cada día mejor y pocas cosas le alegran más que jugar con sus perros.

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Itzel Ramírez* es una periodista mexicana que estudió Ciencia Política y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus trabajos han sido publicados en Reforma, El Diario de Juárez, Lado B, La Verdad de Juárez y Yo También.