“Caravana”, fragmento del libro periodístico de Alberto Pradilla

0
1020

Caravana

Cómo el éxodo centroamericano salió de la clandestinidad.

Alberto Pradilla

 

[ 1 ]
El último viaje de Jorge Alexander

Una vida de perros acaba en una muerte nada humana.

El último viaje de Jorge Alexander Ruiz Dubón fue en el interior de la bodega de un avión de carga. Ataúd blanco dentro de una caja de cartón. De Tijuana a Ciudad de México. De Ciudad de México a San Pedro Sula, la ciudad menos pobre pero más violenta de Honduras, el país del que todo el mundo quiere escapar. Jorge Alexander fue un cadáver sin recursos. Su familia no tenía dinero para pagar la repatriación. Por eso, según dicen, se hizo cargo un abogado al que alguien conocía.

En los aviones, la cuenta corriente marca la diferencia de dónde te ubican solo si estás vivo. Los ricos, a preferente. El resto, a turista. Pero la muerte nos iguala a todos en la zona de carga de un aeropuerto. Si estás metido en una caja, viajarás en la bodega, con otras cajas. Así regresó Jorge Alexander al lugar que había abandonado dos meses antes creyendo que lograría alcanzar Estados Unidos.

Es viernes 8 de febrero de 2019 y pasan algunos minutos de las dos de la tarde. En el interior del aeropuerto Ramón Villeda Morales esperan Fanny Jannet Ruiz Dubón, la madre de Jorge Alexander; y Erika Jamileth Díaz Guzmán, su tía por el lado del padre, que no se encuentra allí porque está, como el hijo, muerto. Las mujeres no esperan en el brevísimo espigón de cuatro puertas del Villeda Morales sino en la zona de carga y descarga, apartada de la terminal de pasajeros. Aquí es donde te entregan a tus familiares muertos: como si fueran una encomienda internacional.

El recinto está protegido por una pequeña verja metálica. Antes de la garita de entrada, a la derecha, hay un comedor con mesas de madera, dos máquinas de pinball de hace 30 años que nadie usa y unos bancos donde ahora espera una docena de personas. Todos tienen una expresión severa, de duelo, como Fanny y Erika. Hay una regla tácita en el Villeda Morales: los que aguardan aquí son mirados de manera compasiva, porque significa que esperan a sus muertos. Delante de las mujeres hay un único edificio gris, de dos plantas, rodeado por contenedores de camión y autobuses amarillos para trasladar a los empleados. Este no es lugar de abrazos y despedidas, sino de transacciones a gran escala. Aquí, su contenedor. Aquí, su paquete. Aquí, su ataúd.

El calor asfixia. Doña Fanny tiene otros tres hijos, pero la maternidad no es matemática. Se angustia, llora, se desmaya. No ha gritado ni gritará. No habrá escenas desgarradoras, solo un dolor hondo que no levanta la voz. La mujer tiene la cara muy roja, concentrada, los ojos vidriosos, los labios apretados. Le caen lágrimas de forma intermitente como si cada una fuera un recuerdo recuperado. A ratos parece que se ha ido muy lejos. Luego regresa y vuelve a temblar y necesita aferrarse a algún brazo. Doña Fanny está muy débil, apenas ha comido en los últimos días. No dice nada. ¿Qué va a decir? Su hijo ha muerto. Al fin va a poder enterrarlo. Que venga entre paquetes es lo de menos.

Junto con doña Fanny, su abuela y hermana vinieron dos integrantes del Comité de Familiares de Migrantes de Desaparecidos de Progreso —un grupo que acompaña a los que perdieron a alguien en esa peligrosísima ruta hacia el Norte— y Amelia Frank Vitale, una antropóloga estadounidense que realiza un trabajo de doctorado en San Pedro Sula y que durante las próximas 48 horas se convertirá en la taxista de la familia. Ninguna de ellas podrá seguir a doña Fanny en el penoso trayecto de identificar el cuerpo de Jorge Alexander y firmar los papeles para recibir el cadáver. Solo está permitido el acceso al familiar directo y a otra persona. Dadas las circunstancias, será el psicólogo del Comité quien se convierta en su sombra.

Un oficial del aeropuerto hace un gesto y doña Fanny camina hacia el interior del hangar después de ser cacheada. Las mamás que vienen a recoger el ataúd de sus hijos también tienen que pasar por el detector de metales. Mientras la mujer ingresa llegan algunos periodistas locales buscando al chico que quiso cruzar al gabacho y terminó en una caja dentro de la bodega de un avión de carga. La nota roja es una rutina periodística en Centroamérica. Estamos en uno de los lugares más violentos del mundo. Crímenes sórdidos, titulares infames y algo de sexo. Eso vende. No siempre ocurre, pero en este caso las cámaras de la televisión y los teléfonos de los cronistas de radio quedan a una distancia prudente. Tanta, que se marchan detrás de otro ataúd. Hoy han llegado tres féretros desde México. Por eso había trasiego en el comedor de las mesas de madera.

Por fin, es el turno de Jorge Alexander. Es el último ataúd que sale del aeropuerto.

Pasará una hora hasta que salga un picop azul con el ataúd. No es el carro de una funeraria. Erika le pagó a un conocido para que le prestase el carro que trasladará a su sobrino hasta el velorio. Se sube en la parte de atrás, con el viento en la cara y el féretro a sus pies. Doña Fanny, la madre del muerto, tiene reservado el asiento del copiloto.
En la paila de la camioneta, el ataúd, todavía embalado, y dos ruedas de repuesto. Es una caja de cartón con el albarán pegado y una pegatina roja que dice “frágil”. Nadie se molestó en retirar las ruedas de auxilio de la palangana del picop y así atravesará el colapsado tráfico de San Pedro Sula. El calor sigue siendo insoportablemente miserable.

Jorge Alexander Ruiz Dubón será velado en la colonia Suncery, uno de los asentamientos más antiguos de San Pedro Sula. La segunda ciudad de Honduras tiene un problema de identidad: no termina de ser urbana pero tampoco es completamente rural. Esta colonia, con sus amplias calles de asfalto atravesadas por callejones más estrechos donde los autos hacen a diario el trabajo municipal de apisonar la tierra, tiene ambiente de western venido a menos. Quien entre sabe que está cerca del centro de la ciudad porque las carreteras están asfaltadas. Aquí están algunos de los edificios más antiguos de San Pedro, muchos aún en manos de sus propietarios originales, que los alquilan a precios regalados. Es la pescadilla que se muerde la cola. En la zona no hay seguridad ni servicios, no tienes guardia en la puerta ni es buena idea salir en la noche. Eso facilita que se cuelen negocios oscuros, lo que degrada todavía más el barrio. La Suncery tiene fama de ser uno de los centros de narcomenudeo y prostitución de San Pedro Sula. A primera vista no parece que ocurra nada fuera de lo normal. Pero en estos lugares lo que ocurre bajo la epidermis es lo verdaderamente importante.

La imagen de la tapa del libro es del fotoperiodista Guillermo Arias.

 

***

Jorge Alexander Ruiz Dubón fue asesinado el 15 de diciembre de 2018 junto a Jasson Ricardo Acuña Polanco. Ambos eran menores de edad. Ambos tuvieron una muerte horrible. Fueron golpeados, torturados y estrangulados. Un tercer joven que escapó de los atacantes relató el horror de esos últimos minutos. Ocurrió en un picadero de la Zona Norte, un arrabal de Tijuana, uno de los centros de venta de drogas de la ciudad más grande de Baja California, México. Sus asesinos abandonaron los cuerpos en el callejón miserable donde los encontró la policía al día siguiente. Al menos uno de los matones aparece en las investigaciones de la policía, vinculado al Cártel Jalisco Nueva Generación, uno de los más despiadados del narco mexicano. Sin embargo, todo apunta a que a Jorge Alexander y Jasson los mataron tras intentar robarles. Probablemente se cruzaron con los matones equivocados en el momento inadecuado. Una tragedia inesperada que, claro, también podía haber ocurrido en San Pedro Sula. De eso huían y con eso se encontraron.

Jorge Alexander Ruiz Dubón quiso llegar a Estados Unidos. Por eso se sumó a la Caravana de migrantes que comenzó el 12 de octubre en San Pedro Sula. Pero no llegó ni a Estados Unidos ni a cumplir los diecisiete años. Debería haberlos celebrado en abril de 2019, dos meses después de que su madre lo enterrase en Honduras. Tenía casi la misma edad que doña Fanny cuando lo parió. El asesinato de Jorge Alexander, a quien en el barrio conocían como Chipilo, mantiene una funesta e indeseada tradición familiar: prácticamente todos los hombres de la familia de doña Fanny murieron por causas violentas. Aunque el asesinato originario, el que torció todo, fue el de su abuela, Gladys, muerta a manos de su marido. A partir de ahí, un crimen tras otro. Abuelo: asesinado cuando estaba en prisión. Tío materno: asesinado por el marido de una mujer con la que se acostaba. Otro tío materno: asesinado en la cárcel, donde purgaba condena por sicariato. Y otro tío materno: desaparecido por un asunto de drogas. A su madre, a doña Fanny, también la quisieron matar. Sobrevivió a 13 balazos en un autobús urbano. Todavía hoy, bajo la piel de la ceja, puede tocarse los restos de una esquirla que bien pudo atravesarle el cerebro.

Jorge Alexander, Chipilo, es parte de la Honduras que huye. Uno entre cientos, miles. Una historia distinta a otros miles de historias distintas, pero parecida en un punto a todas las demás: viene de una nación terriblemente pobre y que se ahoga en sangre. Ocurre algo similar, con sus variantes locales, en Guatemala y El Salvador. Los guatemaltecos mueren de hambre y a los salvadoreños los matan a tiros. Aunque las situaciones son intercambiables. También hay salvadoreños que mueren de hambre y guatemaltecos a los que matan a tiros.

Los que sobreviven a la pobreza y el crimen están hartos. Son la Centroamérica que huye de Centroamérica.

***

El último viaje de Jorge Alexander Ruiz Dubón comenzó el 17 de octubre en la Suncery. Allí vivió con sus tías y su abuela materna casi desde que levantaba un palmo del suelo; allí fue velado su cuerpo. Es una casita pobre de un barrio pobre de, lo dicho, la ciudad menos pobre de un país demasiado pobre como Honduras. Pero no estamos ante las típicas favelas que aparecen en otras ciudades latinoamericanas. La vivienda de la abuela y las tías es una construcción amplia, con paredes de concreto y techo de lámina, a dos aguas. Hay un salón y una cocina separados por una media pared y un patio protegido por una verja de cemento donde duermen una lavadora vieja y un sofá aún más viejo y descolorido. Quién sabe si sacaron los muebles de la casa para ganar espacio para el velorio o si viven allí. Como sea, todo está desvencijado.

De esa casa partió Jorge Alexander, mochila al hombro, con rumbo a Estados Unidos. Fue prudente. Siempre fue un chico “bien portado”, que no daba problemas. En vez de sumarse de inmediato a la Caravana, esperó para ver qué ocurría con los más aventajados, aquellos que salieron el 13 de octubre. Eligió entrar en el segundo grupo del éxodo. Por si acaso. El camino está lleno de historias de migrantes que dejaron su casa y no regresaron jamás. México es una inmensa fosa común que traga centroamericanos. Pero hambre gana a miedo. Así que Jorge Alexander mandó un mensaje de Facebook a su madre, que trabajaba en Tapachula, Chiapas, y le anunció su intención de sumarse a la aventura.

“Me duele mucho verte trabajando en el sol. Tengo que irme para darte una mejor vida”.

Fue el 17 de octubre, con la larga marcha de los hambrientos ya convertida en el éxodo centroamericano retransmitido en directo a medio mundo. Dos días después, un amigo de doña Fanny lo recogería junto a otros dos jóvenes al lado de a la aduana de cemento de Agua Caliente, en la frontera de Honduras con Guatemala. La ley hondureña no permite que los menores de veintiún años crucen la frontera sin pasaporte ni permiso de sus padres. Jorge Alexander no tenía ni los documentos ni el aval familiar. La madre del chaval, lejos; el padre muerto, víctima del pulmón o de una sobredosis, dependiendo de a quién preguntes. Así que no hubo más remedio que atravesar la frontera rodeándola por los cafetales. En la mochila de Jorge Alexander había tres playeras, dos mudas y dos pares de calcetines; en su bolsillo, mil lempiras, unos menesterosos 40 dólares que deben durarle hasta Estados Unidos. Un grupo de amigos, los pocos que irían a su velorio, hicieron una colecta antes de que partiese.

No es nada extraño ir a la frontera sin los papeles que la ley demanda, por otro lado. Esto es Honduras, un país donde fallan las cosas demasiado a menudo. Ocurre a diario: tantas leyes que se incumplen, y va y los policías se ponen estupendos, precisamente, con un papelito identitario. Terrible paradoja: las autoridades de un país que no retiene a sus ciudadanos más vulnerables porque no los protege les impide también marcharse a buscar una vida mejor.

—Hemos tenido una vida de perros —dice doña Fanny, un día antes de enterrar a su primer hijo.

Doña Fanny no parece una doña: es una madre de 32 años, joven y fuerte. Tiene la piel oscura, una sonrisa atractiva y el pelo teñido de rubio. La llaman La Gata, por sus ojos verdes, clarísimos. Cuando vivía en Estados Unidos, en los buenos tiempos, era gordita, colocha y de cabello negro. Pareciera que los disgustos la hubieran desgastado hasta ser una réplica menguada en la que solo siguen destacando esos ojos verdísimos. A veces habla con emoción. Otras, sonríe. De repente, se evade. Nació en 1985, así que el título de doña, con esa cara juvenil, pareciera quedarle grande. Todavía tendría que recorrer mucha vida para ostentarlo. Pero en Honduras la gente se endoña temprano. Niñas que pasan A ser mujeres demasiado pronto y doñas que ven morir a sus hijos cuando apenas han saltado la valla de los treinta.

Doña Fanny me habla sentada en una silla Acapulco en el interior de su casa en la colonia Suazo Córdova. Caminar por estas callejuelas es viajar al origen del éxodo centroamericano. La barriada honra con su nombre al primer presidente civil de la Honduras moderna. Es un lugar escandalosamente humilde. No hace falta más que levantar la vista para comprobar de qué material están hechas esas vidas. El barrio se construyó en las faldas del Merendón, un pequeño monte a las afueras de San Pedro Sula. Las puertas de las casas están abiertas, para que cualquiera pueda ver qué hay en el interior. Al entrar hay una escuela, una pulpería, un pinchazo y una parada de mototaxis. Se escuchan gallos todo el día. Es un ambiente rural dentro de la segunda ciudad del país, su capital industrial. En realidad, todo San Pedro Sula es un pueblo grande, con casitas de un piso y caminos sin asfaltar.

Las casas son muy precarias: chabolas de lámina a las que una lluvia puede desarmar. El barrio es empinado como cuesta arriba es la vida de sus vecinos. La basura se acumula en algunas esquinas y las calles no son más que caminos de piedra y terracería. La única callejuela pavimentada —100 cortísimos metros— cruza frente al domicilio de los Ruiz Dubón. “Yo la conseguí”, me explica, orgullosa, doña Leonor, la matriarca. Doña Leonor se presenta como una de las fundadoras de la colonia hace 37 años. Lo hizo como se hacen estas cosas: por las bravas. Un grupo de personas que no tenía a dónde ir se plantó en un terreno baldío y comenzó a levantar sus chabolas. La calle llegó como se arregla todo en un país que todavía es un gran pueblo: por conectes. Doña Leonor conoció a alguien de la muni que prestó los materiales así que desde entonces en esta parte de la colonia las lluvias no convierten el piso en un barrizal.

Así se han levantado los extrarradios de San Pedro Sula, de Tegucigalpa, de Ciudad de Guatemala o de San Salvador. Manchas progresivas de casitas armadas con materiales de sobra y hallazgo —algo de cemento, chapas herrumbradas, bloques, unos cuantos ladrillos,
ventanas a veces con vidrios y demasiadas con nylon—, todas en territorios vacíos que, hasta que llegaron ellos, estaban olvidados hasta por sus propios dueños. Les llaman invasores, pero son supervivientes que se adaptan a cualquier terreno. Especialmente a los que nadie quiere. Si alguien los quisiese ya habrían sido desalojados.

Antes no había ni luz ni agua corriente, que llegó con el tiempo. Para sus moradores —unas quinientas familias, según la matriarca—, la Suazo Córdoba es una colonia con todas las letras; hace tiempo que fue bautizada, nada más falta que las autoridades lo certifiquen. De hecho, a fines de 2018 doña Leonor contaba entusiasmada que estaban en “trámites de legalización” —lo que significa que los vecinos podrían tener al fin un título de propiedad de sus cuatro paredes. Entre la pobreza de casas de chapa y de madera con corral, en medio de esos pequeños ranchos, hay quienes lograron levantar viviendas con concreto. Son los menos. Cerca de la de doña Leonor hay un par de grandes casas de dos pisos con columnas y azulejos y unos portones de envidia. Son propiedad de quienes lograron cruzar a Estados Unidos. Los que cumplieron el sueño americano y envían dinero con remesas. Los mismos a quienes Jorge Alexander quiso imitar.

El estigma es otro componente clave de la vida cotidiana en la Suazo Córdova. Los hijos más jóvenes de la colonia mienten cuando van a buscar trabajo: nadie contrata a alguien que viva allí. No se fían. O bien el patrón cree que es pandillero o bien cree que la pandilla puede extorsionarle para que su flamante empleado robe en el trabajo.

Si la oportunidad de empleos no es fecunda, la mara siempre estará allí para ofrecerse —o imponerse— como salida. Provee identidad, autoridad y un modo de ganarse la vida, aunque a medio plazo las perspectivas de esa vida sean breves porque acaban en la cárcel o muertos. Estas opciones esperan, probablemente, al grupo de chavales que encontramos justo antes de poner un pie en la Suazo Córdova.

Les llaman banderas o postes. Los pandilleros que controlan los accesos a una colonia están ahí, observan para reportar a sus jefes. No se ocultan, pero tampoco se dan color. Conocen el barrio como la palma de su mano: quién entra, quién sale, si es la vecina de la 11 Calle o un carro desconocido. Son imberbes, adolescentes, púberes, casi niños. La bandera es su primera responsabilidad como mareros. No son tipos malencarados con enormes tatuajes en el rostro. Ese cliché ya quedó atrás. Los pandilleros aprendieron que marcarse los ponía también en peligro. Ahora son más discretos. Tampoco el territorio se marca con los placazos, los habituales grafitis con letras o números que identificaban las zonas bajo su control. Hace 15 años comenzaron las políticas represivas contra estos grupos y ellos, que son despiadados pero no tienen un pelo de tontos, dejaron de lado todo lo que podía identificarlos y ponerlos en el punto de mira de la policía, pandillas rivales y escuadrones de la muerte.

Los banderas son niños pobres que se han hecho dueños de sus barrios pobres y custodian fronteras que solo ellos y sus pobres vecinos conocen.

El dueño de la Suazo Córdova es la Mara Salvatrucha, la MS-13 o la MS a secas. Junto al Barrio 18, la MS tiene presencia en Honduras, El Salvador y Guatemala, y también en México y Estados Unidos, que no tiene un rol menor en la historia. Las temibles pandillas, las estructuras criminales que matan y extorsionan, los grupos de jovencitos desarrapados y armados que el presidente Donald Trump utiliza como argumento contra la migración, son originarias de Estados Unidos. Allí nacieron, crecieron y se reprodujeron. Encontraron su caldo de cultivo en países centroamericanos heridos y sin Estado con las deportaciones masivas de mediados de los años noventa. Muchos habían aprendido a matar en las guerras de El Salvador y Guatemala y se desarrollaron en las calles de Los Ángeles. Ahora entrarían en otro combate sin estandarte político: solo letras y números. Otro modo de supervivencia.

Las pandillas son uno de los grandes fetiches de Trump contra la migración centroamericana. El presidente, que no vio un marero en su vida, llama mareros a chicos como Jorge Alexander. Chicos que de verdad saben qué es tener miedo a la mara.

—Cuidá de bajar los vidrios —me dice doña Fanny antes de que ponga un pie en su colonia.

El control se explica a través de pequeñas reglas: bajar los vidrios sirve para que los banderas sepan quién se encuentra en el interior del carro. Atender a los códigos de vestimenta también ayuda. No llevar gafas oscuras para no resultar sospechoso. No calzar zapatillas Nike Cortez, identificadas con las pandillas; los zapatos pueden crear problemas tanto con mareros como con la policía. Hay formas distintas de amarrarse los pantalones, de atarse los cordones de los zapatos, marcas que te vinculan a uno u otro grupo. Reglas infinitas a las que uno solo accede acercándose lo suficiente.

En la Suazo Córdova no se cobra extorsión por el piso. Los dueños de pequeñas tiendas o comerciantes que quieren vender en el interior pagan unos 30 dólares mensuales. Solo para que no los maten. En otras colonias, hasta los vecinos tienen que abonar una cantidad por vivir donde viven. Antes le llamaban “impuesto de guerra”. Ahora, simplemente, “seguridad”.

La regla fundamental en estas comunidades es no meterse en problemas.
No hacer nada que los pandilleros puedan considerar una amenaza.

El problema: hay muchas cosas que estas bandas criminales pueden ver con malos ojos. Puede ser que no aceptes entrar en la estructura, o que tu hijo no quiera entrar en la estructura, o que entraste en la estructura y ahora quieres pesetearte, es decir, abandonarla. Puede ser que alguien de tu familia mantenga relación con un integrante de otra pandilla. O, simplemente, que visite una colonia dominada por otra pandilla. O que alguien te ha visto manteniendo relación con alguien de una colonia dominada por otra pandilla. No hace falta que sea verdad, solo que sea creíble. Es un sistema perverso.

El Estado no existe en estas colonias. Si aparece un policía es para generar más problemas. Son muchas las historias de limpieza social, de desapariciones. Nadie confía en la autoridad, así que estos chavales desarrapados pero con una pistola al cinto terminan ejerciéndola. Postulan como norma su particular forma de protección y tienen la capacidad coercitiva para imponerlas. Son, en definitiva, lo más parecido a un Estado. Un Estado de jóvenes pobres que aplican brutalmente su ley a sus pobres vecinos.

La cultura de la mara está grabada en la forma de entender el mundo de los vecinos con los que conviven. Incluso aquellos que jamás han tenido nada que ver con letras o números, como también se conoce a la MS y al Barrio 18. Por ejemplo, en la Suazo Córdova se habla de “los contrarios” si se menciona a la colonia Planeta, uno de los bastiones de la 18. Un vecino de la Suazo Córdova no pondría jamás un pie allí. Es de “los contrarios”, aunque nunca haya tenido pleito alguno con sus habitantes ni forme parte de la MS. Hay dos bandos y uno se alista aun sin quererlo. Desobedecer estas leyes puede ser fatal. La propia doña Fanny lo dice cuando se refiere a la Planeta: “Yo ahí no entraría ni loca”.

Existe una lógica marcada entre los vecinos de las colonias más peligrosas de San Pedro Sula: el infierno siempre son los otros. Alguien que viva en la Rivera Hernández, uno de los sectores más conflictivos con presencia de hasta siete pandillas diferentes, siempre te dirá que Chamelecón es el lugar más peligroso de la ciudad. Y viceversa. Un vecino de Chamelecón, donde conviven con fronteras bien definidas Barrio 18 y MS y en la que en algunas calles se ven las casas abandonadas por la presión de la pandilla, mirará horrorizado cuando le digas que tienes una cita en la Rivera Hernández.

 

 


*Fragmento del libro publicado con autorización de la editorial Penguin Random House.