Terremoto en México: 19 edificios, 19 heridas

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El 19 de septiembre de 2017 un terremoto dejó maltrecho a México. Murieron 369 personas, pero no las mató el sismo. Los responsables fueron la corrupción, la impunidad y la inoperancia de las autoridades, incluso el olvido y la falta de cultura cívica.

A un año del desastre, este libro periodístico investiga qué salió mal en los 19 edificios más dañados del temblor. ¿Por qué hubo tantos muertos 32 años después del terremoto de 1985? Cada uno de los textos señala los problemas de estos inmuebles. Y alerta: si no se solucionan, volverán a ocurrir y dejar una tragedia similar.

Introducción

Que hablen los escombros, que se escuche a las víctimas

Por Alejandro Sánchez

Pasada la emergencia ocasionada por el terremoto del 19 de septiembre de 2017, propuse a un grupo de periodistas —que cubrieron las noticias sobre el sismo– ampliar sus historias o escribir una crónica a partir de sus vivencias. Me había percatado —en charlas con amigos o conocidos y a través de lo que escuchaba en la calle— que la gente sabía mucho más de una historia ficticia (el “rescate” de la inexistente niña Frida Sofía en el colegio Rébsamen, al sur de la ciudad de México) que de derrumbes de edificios en los que por des gracia también hubo muertos y heridos. Estaban apenas enterados de la ubicación de algunos de los inmuebles, pero no sabían los nombres de las víctimas, sus historias o por qué fallecieron aplastados por losas y muros: ¿fue realmente la pura sacudida la causa del colapso de 51 inmuebles en la capital del país? ¿Por qué no cayeron edificios contiguos? Eso dio origen a estas páginas.

Los colegas aceptaron reabrir sus libretas de apuntes, realizar nuevas entrevistas y volver a los lugares de la tragedia. Investigar más profundamente. Constatamos que las excavadoras enviadas por el gobierno levantaron hasta los últimos escombros y amasijos de hierros retorcidos en los predios de los derrumbes, pero lo que no pudieron hacer las palas fue limpiar los rastros de corrupción e impunidad en las superficies siniestradas. El ojo periodístico juntó así las piezas del rompecabezas de la incompetencia gubernamental o de la dejadez vecinal. Y esto no fue un problema exclusivo de la Ciudad de México, así que decidimos incluir en esta narrativa lo ocurrido en los estados azotados por el terremoto previo, el del 7 de septiembre.

La “sociedad civil”, que por primera vez mostró su músculo en 1985, en este nuevo 19-S volvió a sacar la casta, asistida esta vez por redes sociales para rescatar víctimas y coordinar ayuda por zonificación. Sin embargo, rápidamente disminuyó su fuerza conforme transcurrieron las semanas. La ayuda nacional e internacional, en especie y efectivo, quedó en manos de la Cruz Roja y de los gobiernos, sin contrapesos, ni vigilantes de que la reconstrucción de zonas devastadas se hiciera con honestidad. Todo empeoró porque la desgracia de la devastación no llegó sola, se presentó acompañada del proceso electoral más importante de la historia reciente debido al número de comicios concurrentes en la federación, estados y municipios.

Entregados todos los textos periodísticos, y tan sólo horas antes de que esta edición entrara a imprenta, fuimos conociendo nuevos actos gubernamentales que indignan porque, nueve meses después del terremoto, muchas víctimas aún vivían en la calle debido a la falta de un plan de reconstrucción efectivo, que favoreció el desvío de recursos públicos.

Como sociedad civil también estamos en deuda con las víctimas: no hemos sido capaces de levantar la voz y organizarnos para impedir que funcionarios públicos de todos los partidos —implicados por omisión o contubernio con los desarrolladores inmobiliarios que in cumplen las normas de construcción más elementales— dejaran cínicamente sus cargos para hacerse de una candidatura a otro puesto de elección popular.

La aproximación de cada periodista a las víctimas muestra el lado humano, el proceso de duelo y la lucha por sobreponerse al olvido social al que hemos condenado a los afectados. En uno de los casos se encontró que la madre de un joven que murió al intentar salvar a su mascota inició una investigación propia (mediante solicitudes de información y expedientes), mediante la que documentó las anomalías que existieron en los permisos de construcción de su edificio, que contaba con ocho niveles cuando sólo debía tener cuatro, y que fue erigido con materiales no permitidos. Pese a esto, los desarrolla dores recibieron exenciones fiscales y permisos por parte del gobierno capitalino.

Ese es sólo un caso entre decenas. Y cada texto encierra una historia similar. Todas, en conjunto, pintan el mosaico de impunidad que explica la enormidad de la tragedia.

Treinta y dos años después del terremoto de 1985 y después de ver lo sucedido en el nuevo 19-S, queda claro que gobiernos como el nuestro aún no entienden que catástrofes de esta naturaleza serán del tamaño que las autoridades de un país lo permitan. Es seguro que volverá a temblar.

Jojutla en ruinas después del sismo del 19 de septiembre. Autor: Hans-Máximo Musielik.

Capítulo I

TEMPLO DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN:
LOS NIÑOS DEL TEMBLOR

Por Daniel Venegas

UNO

Recuerdo haber mirado al cielo alguna vez y deseado, después del terremoto del 85, que si un día volvía a temblar con tal magnitud ojalá la sacudida me tomara a bordo de un avión para evitar el horror. ¡Dios mío! No supe lo que anhelé. El vuelo en un Boeing 787 Dreamliner, a partir de las 13:14 horas del 19 septiembre de 2017, se convirtió en el viaje más amargo de mi vida.

Cubro las actividades presidenciales para el periódico Milenio. Esa tarde, en el avión presidencial (TP-001), Enrique Peña Nieto, un grupo de funcionarios de Protección Civil y encargados de la reconstrucción en desastres naturales, así como los reporte ros acreditados volábamos con destino a Oaxaca, en donde, junto con Chiapas y Tabasco, el terremoto del 7 de septiembre destruyó 110000 inmuebles y mató a 102 personas, el mayor número en el primer estado.

Las muestras de aliento y solidaridad de los mexicanos se sentían por todos lados, incluso llegaron condolencias y ayuda del exterior, así que el presidente estaba obligado a actuar para coordinar las labores de reconstrucción y rehabilitación en una de las peores catástrofes del siglo. Pero justo antes de descender en el aeropuerto militar de Ixtepec, la aeronave recién comprada da tres vueltas y después la orden a la tripulación es abortar el aterrizaje para regresar al punto de partida: la Ciudad de México.

Entre los reporteros que ocupamos la parte trasera del avión, separada de la zona presidencial, sabemos que algo andaba muy mal. La pantalla colocada al frente de la sección, donde se da seguimiento a los detalles del vuelo, se ha quedado estática marcando un minuto para el aterrizaje. Entonces aparece con rostro serio y voz apresurada Eduardo Sánchez, vocero presidencial: “Señores, les informo que por órdenes del presidente no vamos aterrizar en Oaxaca y regresamos a la Ciudad de México. Han ocurrido, al parecer, dos terremotos muy fuertes y vamos de regreso”. Es la información que tenemos, no da espacio para contestar preguntas.

Da media vuelta y regresa de inmediato a la primera sección del avión, dejando a los reporteros con miedo y decenas de dudas en el aire en el que flota el Boeing 787.

El barullo de las conversaciones en la zona de prensa se rompe cuando de nueva cuenta se abre la puerta. Esta vez aparece con la cara larga el presidente. Pero no sale sólo, sino acompañado del coordinador Nacional de Protección Civil, Luis Felipe Puente; el jefe de la Oficina de la Presidencia, Francisco Guzmán Ortiz; el jefe del Esta do Mayor presidencial, Roberto Miranda, y el vocero.

Es la una de la tarde con 53 minutos. Han pasado 39 minutos desde que se registró el terremoto. “Tenemos una emergencia en la Ciudad de México y vamos a concentrar nuestra presencia y nuestra operación allá”, dice Peña mientras enseña fotos desde su propio celular que muestra parte de los daños en la ciudad. Y confirma indicios de que el mayor número de edificios colapsados están en las colonias Roma, Condesa y probablemente en la Del Valle, zona por la que vivo con mi esposa y mis dos hijas.

Peña Nieto sigue con una letanía de la que me desconecto involuntariamente. En mi cabeza sólo están mis hijas, mi esposa y nuestras familias. No me importa nada más. Empiezan a pasar por mi mente varias imágenes de hipotéticas tragedias que no logro separar de lo que fue mi última cobertura de campo, en la que conocí historias tristes de familias y vi cómo la destrucción cambió la cara de Chiapas 470 años después de la fundación de una de las primeras ciudades tras la conquista española: Chiapa de Corzo.

Los momentos amargos que pasé durante 1 hora y 45 minutos (lo que duró el retorno) son los más largos de mi vida, que no quiero repetir jamás. Los recuerdos de lo que vi en Chiapas me perturbaban y en mi cerebro las imágenes se presentaban de manera intermitente. Lo que narro a continuación es lo que vi en aquel estado durante mi cobertura de los hechos.

DOS

En la comunidad pesquera de Paredón, en Chiapas, las redes no fue ron lanzadas al mar este domingo. Los hombres sin camisa que todos los días se internan en el Pacífico a bordo de sus destartaladas lanchas se han quedado en tierra.

Un grupo de ellos forcejea con una puerta de metal. Unos, desde la calle, la tunden a golpes de mazo. Otros, que han entrado por la ventana de la casa a medio derruir, la empujan desde adentro hasta que al final cede en medio de un chirrido que hace que varios ni ños que curiosean se alejen tapándose los oídos.

En la noche del sismo de 8.2 grados las paredes cedieron y el peso de los muros selló las puertas de varias de las casas de esta comunidad. Sus habitantes salieron por las ventanas. En esta zona del istmocosta no ha dejado de llover desde el 7 de septiembre, cuando el terremoto derrumbó prácticamente todas las casas de la calle Niños Héroes, en la que la familia López Zavala habitaba.

Hoy Orlando, el padre de familia, y Magaly, su esposa, remueven a mano limpia los escombros de lo que hasta hace un par de noches era su hogar. El piso de su casa, igual que el de sus vecinos, asemeja un panqué horneado que, abriéndose paso para salir del molde, ha reventado junto a las paredes derrumbadas.

Ollas llenas de comida echada a perder aún están sobre la mesa de lo que fue la cocina. El agua de la lluvia las ha llenado hasta el borde y se desparraman lentamente. Una de las hijas de la pareja, una pequeña de apenas dos o tres años, se abraza de las piernas de Orlando, quien la carga por un momento y después continúa con su tarea. Recoge pedazos de lo que fue un reconocimiento por buen aprovechamiento escolar de alguno de sus cuatro hijos. La palabra “Diploma” apenas se lee en el papel mojado.

La pequeña, de cabello rizado como el de Orlando, se pasea entre los escombros. Un pedazo del palo de escoba le sirve de juguete. Lo clava en una de las grietas del suelo y se va corriendo. Lleva puesta una blusa blanca, pantalones cortos color rosa y unos huaraches del mismo tono. Sobre ella el techo de lámina que resistió el sismo la protege de la lluvia. En el marco de la puerta hay una imagen de la Virgen de Guadalupe y en otro de los muros han colocado un anuncio metálico que antes daba la bienvenida a los visitantes: “Familia Zavala Vázquez. Dios bendiga nuestro hogar”.

En la calle el calor y la humedad hacen que el olor a pescado penetre el ambiente. No hay siquiera una pequeña brisa que refresque a los que siguen trabajando, ni a los niños que los observan sentados en la banqueta con los pies metidos en la corriente de agua que comienza a crecer con la lluvia.

En esta comunidad el agua potable llega a través de plantas de bombeo. Pero el día de hoy no hay electricidad y, por lo tanto, tampoco agua.

Algunos de los vecinos que ya sacaron sus pertenencias de los escombros han montado improvisadas tiendas de campaña con lonas y plásticos que han ido recolectando. Pedro es uno de ellos.

El hombre de cabello completamente blanco lleva dos noches durmiendo, si se puede decir así, afuera de lo que queda de su casa, rodeado de utensilios de cocina y unas cuantas pertenencias que logró sacar. Desde donde está se observa la habitación que ocupaba su esposa. La mujer ha sido trasladada a una clínica del Seguro Social. Necesita ser dializada todos los días, y hoy el espacio que ocupaba su cama está a la intemperie y lleno de cascajo que se lava una y otra vez con la lluvia.

Pedro confía en que ella estará bien. De él, asegura, se ocuparán sus “hermanos de Dios”, de la comunidad evangélica, quienes le han comenzado a llevar comida.

TRES

El 29 de noviembre de 2013 Miguel conoció a Yelizbeth. Fue el día en que regresó a trabajar a la fábrica, después de haber sido comisionado en otra planta. El 13 de enero de 2015 se hicieron novios y en diciembre de 2016 se casaron por la Iglesia.

El 7 de septiembre de 2017, a las seis de la mañana, ella sintió las primeras contracciones, por lo que se quedó en la casa de su suegra mientras Miguel se fue a trabajar. Sin embargo, dos horas después regresó para llevar a su esposa al hospital.

Primero parecía que el niño tenía prisa por nacer y después, por algún motivo, ella dejó de dilatar y lo que sería un parto natural se convirtió en cesárea. Había sido un embarazo sin complicaciones, sólo una madrugada Yelizbeth sufrió de presión baja, recuerda Miguel.

El 7 de septiembre nació su primer hijo en el Hospital Rural 31, del municipio de Ocozocoautla, y lo bautizaron como Dylan. Miguel recuerda perfecto lo que sucedió ese día. Por eso daban gracias a Dios.

Miguel recuerda aquel día en el hospital cuando vio por primera vez a su hijo. El joven estaba absorto mirando la cara aun enrojecida de su hijo y cómo el recién nacido se esforzaba en abrir los ojos. No han pasado más de cinco minutos desde que Miguel y Dylan se vieron por primera vez. Pero algo interrumpe sus recuerdos: Miguel dice que el primer movimiento vino acompañado de un estruendo de material médico cayendo en los consultorios vacíos a esa hora. En los pasillos creció un murmullo que de inmediato se convirtió en una oleada de gritos, en medio del bochornoso calor chiapaneco.

La habitación del hospital donde Dylan fue llevado con su madre asemejaba a un navío en altamar sacudido por un oleaje violento. Ella, aún bajo los efectos de la anestesia, no se percató de inmediato de lo que sucedía y sólo se dio cuenta de que algo pasaba porque su cabeza comenzó a golpear los barrotes de la cama donde convalecía.

Eran las once de la noche con 49 minutos cuando el mayor sismo de los últimos 100 años se comenzó a sentir. Lo sintieron con toda su furia y aún se aterran con tan sólo recordarlo. Su epicentro se localizó en las cercanías de Pijijiapan, a poco menos de 200 kilómetros de Ocozocoautla de Espinosa.

Ni Miguel ni su familia lo sabían, pero a raíz de la violenta sacudida del sismo de 8.2 de magnitud era claro desde ese momento que “Coita”, como también es conocido el municipio por los habitantes de la región, sería incluido entre los 97 municipios, de los 122 que comprenden el estado de Chiapas, más afectados por el sismo.

En la habitación, así como en todo el hospital, las calles y gran parte del estado, el terremoto se desarrolló en la completa oscuridad, ya que se cortó el suministro de energía eléctrica. Durante el temblor —me relataron— se oyó un ruido “como de motor”, mientras las paredes crujían y las estructuras rechinaban, pero no se vencieron.

Yalizbeth, Dylan y Miguel junto con su bebé se funden en un abrazo apretado. El joven, dedicado a la capacitación de operarios en una fábrica local, pasa del miedo al enojo y después a un sentimiento profundo de lástima. “Dylan empezaba a abrir por primera vez los ojos y que los volviera a cerrar no era posible”, rememora un par de días después, recapitulando lo sucedido.

Pero en ese momento, desorientado, Miguel no las distinguía en la penumbra y escuchaba a otras dos parejas que compartían el cuarto de hospital. También ellos habían sido padres y las mujeres, a quienes les fueron practicadas cesáreas como a Yelizbeth, tampoco estaban en condiciones de moverse y salir del hospital.

Mientras, afuera, en la calle frente a la clínica un grupo de personas esperaban de pie recargados en algún auto, junto a los árboles o simplemente abrazados en el estacionamiento: son los familiares de las mujeres que han acudido a dar a luz o de los enfermos ingresados en ese mismo hospital. Aunque no había dejado de temblar, algunos buscaban abrirse paso para entrar, como sea, a la clínica, mientras otros sólo rezaban y le pedían a Dios que protegiera a sus familias.

CUATRO

En Chiapas, 58 por ciento de la población profesa la religión católica. En 1528, Chiapa de Corzo se convirtió en una de las primeras ciudades fundadas tras la conquista española y con ello la fe católica se esparció por toda la zona.

El templo de Santo Domingo de Guzmán, en dicho municipio chiapaneco, se comenzó a construir 19 años después, en 1547. La fachada está hecha de argamasa, una combinación de cal, arena y agua. En su interior el púlpito de madera, con un recubrimiento de oro, es una de las piezas más bellas del templo.

Durante 470 años el lugar apenas cambió. Hasta que el 7 de septiembre de 2017 un sismo de intensidad 8.2 desfiguró la fachada y el interior del templo. El poder divino cedió ante la naturaleza. Hay iglesias que Dios no puede salvar.

Desde el exterior podía verse la cúpula fracturada; los trozos de la argamasa finamente tallada bajo la supervisión de los franciscanos estaban regados por el piso. Los pobladores, que apenas el domingo anterior habían acudido a misa, observaban, se persignaban.

Algunos, como Mario Espinoza, un maestro jubilado, recuerda que por más de 70 años vio correr el tiempo sin que las edificaciones religiosas alteraran su fisonomía. Los ojos de le llenan de lágrimas. Se reconoce católico y devoto de las imágenes de ese templo que hoy está acordonado. Ahí se venera a Nuestra Señora del Rosario, al Señor de la Misericordia y a Santo Domingo. El profesor no sabe que en el interior de algunas de las representaciones religiosas tienen severos daños.

Continúa… ♦

 


Título: 19 edificios como 19 heridas. Coordinador: Alejandro Sánchez. Sello GRIJALBO.