VIAJE SIN REGRESO
Prólogo de Catalina Botero*
“Contra la censura, más periodismo”
“Señores periodistas, buenas tardes. Quiero informarles que ha terminado la sesión del Consejo de Seguridad Pública y del Estado, que ha tomado algunas decisiones que inmediatamente se las voy a comunicar. El mensaje es a todas las ecuatorianas y ecuatorianos y dice así: con profundo pesar lamento informar que se han cumplido las doce horas de plazo establecido. No hemos recibido pruebas de vida, y lamentablemente tenemos información que confirma el asesinato de nuestros compatriotas”.
Con estas palabras, el viernes 13 de abril de 2018, el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, anunció el desenlace fatal de una misión periodística que el diario El Comercio había enviado a la frontera con Colombia.
Habían pasado tres semanas desde que se conoció el secuestro del periodista Javier Ortega, el fotógrafo Paúl Rivas y el conductor Efraín Segarra, por parte del Frente Oliver Sinisterra, al mando de alias Guacho. Fueron diecinueve días intensos y cargados de dolor que tuvieron en común la incertidumbre y la zozobra. Las declaraciones de las autoridades de ambos países no fueron lo suficientemente claras con la ciudadanía ante la gravedad de los hechos.
El secuestro transcurrió en la frontera entre dos países que, por razones distintas, restringen la libertad de prensa. En Colombia, la violencia contra el periodismo ha sido una constante; en Ecuador, un marco legal restrictivo, como la Ley de Comunicación expedida por Rafael Correa en 2013, limitó de forma notable el trabajo de los reporteros. Estas características de los dos Estados con respecto a la libertad de prensa determinaron el desarrollo de los hechos que aquí se narran.
Al comienzo del secuestro se abrió un debate sobre la conveniencia de publicar los nombres de los cautivos. El debate surgió después de una instrucción del gobierno ecuatoriano, que pidió a familiares de las víctimas y a los medios de comunicación no hacerlo. Una discusión como esta solo ocurre en un país donde la opinión del Gobierno pesa al momento de decidir qué se dice y qué se calla.
Cuando controvertí las regulaciones del Estado ecuatoriano a la prensa en mi calidad de Relatora Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, me refería exactamente a situaciones como esta. Al estar en el deber de rendir cuentas y responder preguntas, es grave que el Estado sitúe de manera preferente su opinión en el debate público.
En una democracia las autoridades deben abstenerse de sugerir a los medios cómo cubrir cualquier asunto, y este deber se acentúa cuando la autoridad tiene un rol protagónico en la noticia. En el caso del equipo periodístico de El Comercio ocurrió todo lo contrario. A tal punto, que el 3 de abril de 2018 el contra la censura, más periodismo gobierno ecuatoriano rechazó la publicación de un video por parte del medio colombiano Noticias RCN, donde aparecían los tres cautivos en medio de la selva.
Fueron constantes los encuentros entre autoridades ecuatorianas y medios de comunicación en los que, más que ofrecer la versión oficial para informar a la sociedad, se sugería la forma en que las noticias debían ser presentadas. Pero no fue lo único. Todo esto ocurrió bajo un cruel chantaje: decían que solo así el equipo periodístico estaría de vuelta.
En el caso de las autoridades colombianas se optó por externalizar el problema. A juicio del Estado colombiano los hechos eran graves, pero no se desarrollaban en su territorio ni con sus ciudadanos. En un tono soberbio, dada la experiencia de guerra, se anunciaba apoyo a las autoridades ecuatorianas, como si se tratara de un país con el que ni siquiera se comparte frontera.
En los momentos más álgidos de la crisis, concretamente cuando se conoció de la existencia de fotografías que corroboraban el asesinato, altos funcionarios del Ministerio de Defensa llamaron a varios directivos de la Fundación para la Libertad de Prensa en Colombia (Flip) para pedir que se modularan las denuncias de esta organización civil sobre el caso. Pero ese relato resultó insostenible. La confirmación, meses después, de que los asesinatos habían ocurrido en Colombia, dejaría en un lugar muy vergonzoso a las autoridades de ese país.
A los dos días del secuestro, el miércoles 28 de marzo, el periódico colombiano El Tiempo publicó una primicia donde anunciaba, sin mayores detalles, que el equipo periodístico habría sido liberado. En cuestión de horas esta noticia se calificó como falsa, con las implicaciones que eso tiene para la reputación de un medio. En las páginas de este libro se dedicará un capítulo a ese episodio, pues una cosa es que la liberación se haya frustrado y otra muy distinta que su anuncio haya sido falso.
Una joven de Mataje investigada por tráfico de armas, le resumió a un fiscal ecuatoriano el sentimiento que domina la región: “nosotros en el pueblo fuimos criados que lo que vea o escuche, tiene que callar, porque corremos peligro”.
Esta situación, también descrita en el libro que tiene en sus manos, revela la importancia de persistir en la lucha por la libertad de prensa, y nos anima a la lectura de estas páginas. Un año después del secuestro y asesinato del equipo periodístico de El Comercio, bien haríamos en preguntarnos sobre qué tan fuerte puede ser la democracia y de qué calidad son las garantías que existen para los ciudadanos que habitan en la frontera entre Colombia y Ecuador.
Durante décadas, la agenda en defensa de la libertad de prensa se ha concentrado en la posibilidad de que periodistas y medios de comunicación no se vean restringidos para publicar noticias, reportajes y opiniones sobre asuntos de interés público. Esta dimensión de la libertad de expresión es muy importante, pero no es la única. Y con frecuencia se sitúa en un lugar preferente, de manera que termina opacando el propósito por el cual exigimos esa libertad. Protegemos de manera amplia la libertad de expresión porque es la única forma posible de asegurar una sociedad informada, libre de miedo y que participa de las decisiones públicas.
Solo con libertad de prensa la democracia es vigorosa, porque hay espacio para exponer a la luz asuntos fundamentales para la ciudadanía que de otra forma pasarían inadvertidos. Solo así se combate el autoritarismo, la ilegalidad y la vulneración de derechos. No exageran quienes afirman que el silencio es el cómplice más leal del autoritarismo; y que nada hay más útil para el ejercicio del poder que sembrar miedo a quien se expresa, para aislar, sin información, las realidades donde ese poder es ejercido.
Si algo caracteriza a los ecosistemas mediáticos en América Latina es la brecha informativa que existe entre los centros urbanos y la periferia olvidada. La frontera entre Colombia y Ecuador es un área extensa y marginada por las autoridades de ambos países. Ese vacío está ocupado y aprovechado por actores ilegales con la capacidad militar y el músculo financiero suficiente para permanecer impunes, mientras aprovechan la ausencia de institucionalidad. El costo real de esta afrenta prolongada a la democracia, lo pagan cada día los ciudadanos sometidos a esos poderes.
Cuando los Estados enfrentan crisis, es común que las autoridades hilen argumentos para evadir sus responsabilidades.
En mi calidad de relatora especial para la Libertad de Expresión observé cómo el expresidente de Ecuador Rafael Correa negaba la existencia de censura promovida por su gobierno, mientras atribuía responsabilidades a quienes defendíamos en ese entonces las libertades civiles.
Algo similar ocurrió durante el secuestro del equipo periodístico: rápidamente se escucharon voces oficiales sugiriendo que habían sido los periodistas –y no la ausencia de Estado– los que habían provocado el desenlace fatal. En las horas que siguieron al secuestro, que se convirtieron en días y semanas, fue visible la intención de las autoridades de ambos países de transmitir tranquilidad mientras trasladaban, cada uno, los hechos al otro lado de la frontera.
Javier, Paúl y Efraín no buscaron ser secuestrados. Sugerirlo es una ofensa a su memoria. Este equipo periodístico que salió y no volvió, cumplía con valentía su deber: acudieron a lugares olvidados donde la realidad de miles debía ser contada. El secuestro y posterior asesinato de este equipo periodístico es tal vez el caso más visible de otros tantos que ocurren allí sin que lo advirtamos, la diferencia es que en este las autoridades demostraron, una vez más, su incapacidad para evitar violaciones a los derechos humanos de quienes viven en zonas de frontera.
La causa del asesinato es la ausencia de institucionalidad, que termina facilitando la restricción de los derechos de la población y deja que esta se convierta en parte del paisaje cotidiano en ese lugar. La motivación de los periodistas era precisamente contribuir para que la atención de las autoridades se dirigiera al lugar necesario. La consecuencia de esta intimidación es el silencio, ese que tanto ayuda a que la anarquía y la violencia reinen en la frontera.
Con el espejo retrovisor en el último año nos embarga una profunda decepción en la forma cómo los gobiernos de ambos países abordaron este caso. Los poderes judiciales han anunciado capturas y tienen procesos en curso, de los que esperamos verdad. La experiencia nos dice que la gran mayoría de los casos de violencia contra la prensa están condenados a la impunidad; advertir desde ahora esa tendencia nos impulsa a persistir en la búsqueda de justicia, reparación y esclarecimiento.
¿Hubo negociación con los captores? ¿Cuáles son los poderes que imperan en la frontera? ¿Cómo viven los colombianos y ecuatorianos en el margen fronterizo? ¿En qué consiste el despliegue de los dos Estados en esta zona? ¿Hubo una liberación que se frustró? ¿Por qué? Es acá donde entran los esfuerzos colaborativos de periodistas colombianos y ecuatorianos que, a contracorriente y con muy pocos recursos, han emprendido una cruzada por la verdad. Porque las preguntas fundamentales siguen sin respuesta.
La Liga Contra el Silencio en Colombia, y el naciente proyecto Periodistas sin Cadenas en Ecuador son una luz de esperanza que está enfocando sus cámaras donde la prensa está prohibida de facto.
Capítulo 1.
El último viaje
Meses después, los familiares de Paúl, Efraín y Javier aún recuerdan con angustia el día de su último viaje. El domingo 25 de marzo de 2018, los tres salieron de sus casas rumbo a la frontera entre Colombia y Ecuador, una zona que en las últimas semanas había sido escenario de una violencia intensa patrocinada por un hombre apodado Guacho. Los tres viajeros habían estado allí varias veces durante los primeros meses de 2018, y en cada una de esas ocasiones se habían despedido como siempre, nada especial de parte de ellos y ninguna protesta del lado de sus familias. Sin embargo, aquel domingo fue distinto.
—Por favor no, esta vez no—.
Le dijo Yadira Aguagallo a Paúl, su pareja, el 24 de marzo. Según la administración de los turnos de los fotógrafos de El Comercio, a Paúl no le correspondía viajar ese día Pero sus jefes le pidieron que fuera. Para Paúl no era un sacrificio, amaba viajar, manejar por carretera y conocer lugares nuevos donde le fuera posible charlar con la gente. Era un tipo sociable y conversador, que trababa amistad y generaba confianza con facilidad. En muchos de sus viajes como fotógrafo, había dedicado con paciencia largas horas a la búsqueda de historias que pudiera captar a través del lente. Paúl era un buen lector y a menudo pensaba que su autor favorito, Arturo Pérez Reverte, había hecho una metáfora precisa para describir su oficio: “El francotirador paciente“, el título de uno de sus libros, que paradójicamente no tiene que ver con la fotografía.
Su padre, fotógrafo deportivo, le heredó la vocación, y el propio Paúl trabajó muchas veces como reportero gráfico en los partidos de fútbol de la Liga Universitaria de Quito, el equipo de sus pasiones al punto que en 2008, cuando el club llegó a la final de la Copa Libertadores, Paúl les dijo a sus jefes de El Comercio que con o sin su visto bueno viajaría a verlo al estadio Maracaná de Río de Janeiro. Así lo hizo y vio al Liga coronarse campeón continental. Su siguiente objetivo era poder viajar a Europa para ver algunos partidos de la Liga de Campeones, y para ello destinaba parte de sus ingresos a un fondo de ahorros que había constituido. Pero el día de tomar el avión no llegó.
“Paúl era quien unía al grupo de amigos, quien hacía los planes. Él era el eje de la amistad”, recuerda Gustavo, uno de sus amigos de infancia, para quien también era una persona solidaria y siempre preocupado por los demás. Ana María Carvajal, exnovia de Paúl, dice con nostalgia: “perdimos un fotógrafo muy sensible. Siempre iba un paso adelante. Él buscaba lo distinto”.
El fotógrafo entró a El Comercio en 1999. Al ritmo frenético de un periódico diario le sacaba tiempo para hacer reportajes a profundidad y series de retratos, el género en el que se sentía más pleno. Delante de su objetivo posaron militares que perdieron miembros en la guerra entre Ecuador y Perú, campesinos del Tunguranga, familiares de personas desaparecidas, y muchos otros hombres y mujeres con historias por contar.
Su otra pasión era la música. Seguía con devoción a la banda de rock Ilegales, de la que se hizo fanático después de vivir una temporada en España. Cielito de abril, una balada acústica de la compositora y cantante chilena Mon Laferte, también hacía vibrar al fotógrafo: en abril había nacido su hija Carolina; igual que Yadira, su novia; y lo mismo que él, que este 25 de abril cumpliría 46 años. Pero el mes de abril de 2018 Paúl Rivas no alcanzó a celebrar un año más de su nacimiento ni pudo ir al concierto de Laferte, con su esposa Yadira, como lo habían planeado para el 6 de abril de 2018, porque unos días antes lo asesinaron. En su funeral Cielito de abril fue la canción de fondo.
Semanas antes del último viaje, los Rivas visitaron Tonsupa, un balneario sobre el océano Pacífico, a un poco menos de seis horas de Quito. Un recuerdo indeleble en la memoria de la familia de Paúl.
En la casa de los Rivas queda la colección de más de cuarenta cámaras que tenía guardadas en estanterías pulcras, también las numerosas camisetas del Hard Rock café. De una pared cuelga una fotografía de 30 por 40 centímetros. Es la fotografía en blanco y negro de un niño de seis años, en el estadio Olímpico Atahualpa de Quito, con un uniforme de fútbol blanco. Es Paúl y la imagen fue tomada por Ángel, su padre.
—No quiero que te vayas, siento que es muy riesgoso—.
Yadira insistió, pero la decisión estaba tomada. Al día siguiente, el domingo 25 de marzo, Efraín Segarra recogió a Paúl Rivas y al periodista Javier Ortega, en su camioneta Mazda azul. Ella subió al vehículo junto con los tres, para que la dejaran de salida en la casa de su madre. En el camino, Paúl le dijo que durante esa semana de su ausencia ella debía buscar un tatuaje con un diseño que fuera una suerte de lazo, para hacérselo juntos al regreso. Yadira pensó que era una propuesta de matrimonio, pero no dijo nada. Poco después se bajó, cerró la puerta y con la mano se despidió de Paúl. La camioneta arrancó.
En casa de Javier, la despedida fue inusual. Galo, su padre, no pudo abrazar a su hijo como siempre lo hacía antes de cada viaje, porque estaba enfermo y le costaba levantarse del sillón. Así que desde allí le dijo adiós.
—Llegó el momento en que se fue. Apenas me levanté. Le di un abracito, que no fue como las demás veces, y se marchó. Yo en la puerta lo quedé mirando, pero él no volteó a ver. Se fue. Que le vaya bien, le di la bendición y se fue—.
Javier aspiraba a ser escritor y era, como Paúl, un lector asiduo. En uno de los últimos libros que leyó, la Antología poética de Mario Benedetti, resaltó los versos del poema “Hasta mañana”, y escribió al margen: “No sé, pero este hombre me sorprende en cada frase que leo. Dice tantas cosas con las que me identifico, que no puedo dejar de leer estos poemas que siempre te enseñan, te animan, y sobre todo te alegran o entristecen según el día que has tenido”.
Javier Ortega era un reportero metódico. Alimentaba una colección de libretas de apuntes y notas desde los tiempos de la universidad. Muchas de estos cuadernos contienen datos e información sobre sus visitas a la frontera de Ecuador con Colombia.
Era, además, estudioso y trabajador. Quería ser profesor universitario. Solía llegar casa entre las once de la noche y las dos de la madrugada, las jornadas en El Comercio eran largas y extenuantes. Los últimos años, especialmente, habían sido de mucho trajín. Javier había estado metido de cabeza en la búsqueda de fuentes e información que le permitieran llevar la delantera en la revelación del escándalo de Odebrecht. y lo mismo había hecho frente al caso de corrupción en Petroecuador4, en 2016. Ese año también había viajado a cubrir el terremoto en Esmeraldas, la misma región donde perdería la libertad. Javier había estudiado dos semestres de posgrado en periodismo digital en México, pero tuvo que aplazar porque el azar al que está sometido el periodismo no da tregua y con frecuencia debía viajar para cubrir alguna noticia.
Sus padres nacieron en dos provincias distintas: Carchi e Imbabura, desde donde emigraron hacia España huyendo de la guerra entre Ecuador y Perú en 1995. Esta desencadenó una crisis económica y se llevó por delante el estudio de fotografía de Galo, su padre. Se establecieron en Gandía, una ciudad costera al sur de Valencia, donde vivieron durante quince años. Allí Javier estudió en el instituto, se enamoró del Barça, cuyos colores blaugrana decoraban su cuarto, y también del hip hop en las voces de los Violadores del Verso, el grupo de rap español intérprete de Vivir para contarlo, una de sus canciones favoritas.
Después regresaron a Ecuador, donde Javier pudo entrar a la universidad. Entre sus planes profesionales estaba ser profesor universitario y escribir un libro sobre la vida de su padre.
Armanda Granda fue una de las grandes colegas de Javier. Estudiaron en la Universidad Salesiana y juntos entraron como pasantes al grupo El Comercio. Ella recuerda que para él el periodismo era su gran amor, una pasión que ocupaba casi todo su tiempo, al punto que decía que no planeaba casarse. Javier era un reportero sensible, de calle, con mucho respeto por el oficio, con quien siempre se tomaban un trago juntos cuando regresaba de viaje. “El último Jack Daniel’s no se lo pudo tomar, fue derramado al suelo”, dice Armanda.
El tercero de los viajeros que se despidieron ese día era Efraín, quien prestaba servicios al diario como conductor. Cristian Segarra, su hijo y también periodista de El Comercio, cuenta que el viernes 23, como su padre no respondía el teléfono, llamaron a Cristian de la oficina de personal para preguntarle si a su papá le interesaba un seguro por el viaje que haría dos días después. El hijo dijo que sí y pagó para que Efraín viajara más tranquilo.
—Jamás me imaginé a lo que se iba a enfrentar. Simplemente me despedí de mi padre como cualquier día normal. No dimensioné el riesgo—.
Rumbo a la frontera con Colombia, Efraín puso salsa en el equipo de su camioneta. Es un género que disfrutaba, pero la música no era su única afición. Padre e hijo constantemente iban al cine juntos. Pero uno de los planes que más apasionaba a Efraín era ver en televisión las carreras de la Fórmula 1. Muchas veces se tomó fotografías frente a la pantalla del televisor con los autos de fondo, para luego compartirlas en sus redes sociales.
Era también un hincha furibundo del Deportivo Quito, equipo al que seguía por todo el país cuando su trabajo se lo permitía.
Efraín, que nació en 1957, llevaba dieciséis años en El Comercio. Su espíritu aventurero y su amor por los motores lo llevaron a ser desde muy joven chofer en el Ministerio de Agricultura y luego en el Banco del Pacífico, donde manejó desde motos hasta camionetas blindadas. Don José, también conductor en el diario, recuerda entre lágrimas que Efraín era muy atento con todos sus colegas, estaba pendiente de ellos cuando se enfermaban y siempre tenía un consejo a la mano. El Viejito o Segarrita, como le decían, siempre estaba listo para salir y llevar a los periodistas de El Comercio por todo Ecuador. Y se sentía orgulloso de poder hacerlo. Su última publicación en su perfil de Facebook fue una foto suya junto a su carro impecable, con el mensaje: “Rumbo a San Lorenzo. El trabajo nos llama”.
Pulcro y formal, Efraín casi siempre vestía de pantalón y camisa. En las ocasiones especiales, cuando lo visitaban sus hermanas que viven en Estados Unidos, por ejemplo, usaba traje y corbata. La presentación personal era para él algo importante. Cargaba un peine en su camioneta o en el bolsillo, y cada tanto repasaba su cabello con celo. Ese escrúpulo se extendía a su camioneta, donde guardaba tres limpiones diferentes: uno para lavarla, otro para secarla y uno más para limpiar el interior. Como fiel creyente, en su vehículo llevaba cuatro rosarios, una imagen del Divino Niño y una estampita de la Virgen del Quinche. A Paúl y Javier los conducía un hombre de fe.
Meses después de este viaje, en una funeraria de Quito, Cristian, hijo de Efraín, pidió al director de la oficina médico legal que le permitiera ver el cuerpo de su padre. “Me resistía a creerlo. Él me dijo que iba a ser muy complicado, que no iba a reconocer el rostro. Me dejaron ver su mano, pero el estado de putrefacción era tan avanzado que no me parecía mi padre, era prácticamente irreconocible”.
La complicada situación que vivía la frontera fue la razón por la cual los medios de Ecuador enviaron sus equipos a cubrir la zona. Varios periodistas recuerdan que semanas antes del secuestro las condiciones de trabajo se estaban volviendo cada vez más complejas, y aunque se aplicaron algunas medidas de protección, en ningún momento las autoridades les informaron que había claras amenazas y que los civiles habían sido declarados objetivo militar por los narcotraficantes.
Lo cierto era que en algunas tiendas se negaban a venderles una botella de agua a los reporteros. Los lancheros no querían transportarlos por los ríos que atraviesan la zona. A varios les gritaron ‘sapos’, el despectivo habitual para los delatores, mientras atravesaban pueblos de esa zona. A otros les mandaron a decir con niños que dejaran de grabar. Estaba claro que no eran bien recibidos, pero solo tras el secuestro y asesinato del grupo de El Comercio, los periodistas empezaron a compartir estas experiencias y a entender el tamaño del riesgo.
En medio de este difícil ambiente de trabajo, el equipo de El Comercio fue uno de los que más hizo presencia en la frontera luego de la explosión del coche bomba el 28 de enero de 2018. Javier Ortega y su compañero de la sección de Seguridad, Fernando Medina, recibieron el encargo de contar todo lo que pasaba. Hicieron relevos para desgranar el quehacer de los grupos armados. Así dieron con locales comerciales en poblaciones fronterizas donde se vendían joyas de 1.400 dólares, escucharon la anécdota sobre las 150 botellas de whisky, tequila y ron vacías que costaban entre 180 y 200 dólares y que se consumieron en la fiesta de un supuesto narcotraficante. Publicaron más de veinte reportajes desde la frontera en los primeros meses de 2018.
Dos días antes de la salida de Javier, el grupo de periodistas de El Comercio, liderado por Fernando Medina, acababa de regresar de la frontera con cierta intranquilidad. En una carretera encontraron cuatro sujetos esquivos que no respondieron preguntas, que custodiaban un cadáver con señales de golpes en el abdomen.
En el reporte sobre el hecho, publicado el 24 de marzo, se dice que estos hombres “eran altos, corpulentos, tenían el cabello rapado y el torso desnudo”. Las voces anónimas de pobladores locales, en el mismo artículo, cuentan que los disidentes de las Farc los tenían amenazados con poner bombas en sus caseríos si ayudaban a los militares ecuatorianos. Para ellos, la aparición del cadáver era una advertencia de lo que les podía pasar. A su regreso, Medina le aconsejó a su colega Javier Ortega que tuviera mucho cuidado pues la situación en la zona era crítica y recomendó que le pusieran distintivos de prensa al vehículo en el que iban a hacer el cubrimiento.
Justo en esa misma fecha, el periodista Christian Torres del diario público El Telégrafo llegó al pueblo fronterizo de Mataje. Pero apenas permaneció ahí diez minutos. Solo consiguió conversar con un anciano. “Me quedé a cuidar mis animales porque se los pueden comer”, le dijo al periodista y así quedó dicho en una crónica. Torres no contó, sin embargo, que él y su equipo salieron del caserío precipitadamente cuando una moto con dos hombres a bordo se dirigía hacia ellos. Parecía que llevaban armas ocultas.
Como en tantos otros viajes hacia la frontera, en la camioneta de Efraín los tres salieron de Quito por la vía Panamericana Norte y luego tomaron la carretera que lleva a Esmeraldas. Su destino era la Hostería El Pedregal, ubicada en las afueras de San Lorenzo, donde solían hospedarse los colegas del diario en sus visitas a la frontera. En el libro de registro están sus nombres escritos a mano.
El lunes 26 de marzo, pasadas las siete de la mañana, según revelaron después las cámaras del hotel, los tres viajeros salieron por carretera hacia Mataje, un pueblo fronterizo ubicado a unos 23 kilómetros de distancia.
A partir de ese momento, los hechos solo pueden recrearse desde las versiones que han aportado varios testigos, junto con las numerosas contradicciones de las autoridades ecuatorianas y colombianas. Justamente esa falta de rigor y esos vacíos en la información hace que se trate de hipótesis que resultan insuficientes para esclarecer del todo los hechos.
De acuerdo con el Ministerio del Interior de Ecuador, Efraín, Javier y Paúl dejaron el hotel a las 07:10.
A las 7:45 de la mañana, Javier llamó a su colega Fernando Medina y le anunció que quería entrar a Mataje. Según contó Medina a la Fiscalía, le dijo que mejor no se metiera. Javier le contestó que iba a conversar con el contralmirante John Merlo, quién estaba a cargo de todo el dispositivo de seguridad en la región y que si este le decía que la situación estaba “fregada” no iría.
Luego, Javier recibió un mensaje de su colega Sara Ortíz para coordinar con ella temas del cubrimiento. El periodista le dijo que estaba viendo si entraba a Mataje en lancha, como lo había hecho unas semanas antes. Al parecer el lanchero, un pescador de la zona, no estaba ese día y no los pudo llevar.
Media hora después, sobre las 8:15, Javier le marcó al Contralmirante Merlo y le preguntó si había paso a Mataje. El oficial le informó que la prohibición de circular era solo entre las diez de la noche y las cinco de la mañana, y que el resto del día las actividades de la población eran normales. Merlo, le dijo sin embargo a la Fiscalía de Ecuador que le advirtió a Javier que tenía que tener cuidado, pues unos días antes cuatro infantes de marina habían muerto en la zona después de un ataque con explosivos.
Cuando los tres de El Comercio llegaron al retén militar, el oficial que estaba a cargo llamó al Batallón de San Lorenzo para consultar si les podía dar paso a los periodistas. En la base militar se comunicaron con el contralmirante Merlo, quien reiteró que el toque de queda solo empezaba a aplicarse a partir de las diez de la noche y que no había restricción de circulación por fuera de ese horario. Según dijeron los militares a la Fiscalía, el puesto de control no buscaba impedir el paso a Mataje, sino que se quería evitar que entraran armas y explosivos al poblado fronterizo.
En este punto, la información del Ministerio de Interior indica que a las nueve Efraín, Javier y Paúl pasaron por el control militar de ingreso a Mataje, donde fueron registrados y, según las autoridades, advertidos del peligro en la zona.
Los infantes de marina presentes en el retén recordaron que la camioneta de El Comercio llegó sobre las nueve de la mañana. Requisaron al equipo de El Comercio y le preguntaron cuál era su objetivo. Según les dijeron a investigadores de la unidad antisecuestro, en un primer momento no los quisieron dejar ingresar a Mataje porque la noche anterior se habían escuchado tiros. Pero después de consultar con sus superiores, los marinos les dieron vía libre.
En la bitácora, los militares anotaron que “tras la autorización de ingreso al sector de Mataje, se les recomendó reiteradas veces el grado de peligro hacia la integridad física a personas foráneas que ingresan al lugar, en vista que podrían ser confundidos con personal de inteligencia por parte de las fuerzas irregulares. Los periodistas afirmaron que asumían bajo su total responsabilidad su ingreso, se procedió a autorizar el mismo a las 09H03M evidenciando su entrada mediante la bitácora de la entrada principal, así como también el respectivo registro fotográfico de sus documentos de identificación”.
Geovanny Tipanluisa, editor de la sección de Seguridad de El Comercio, jefe de Javier Ortega, su “mentor” como le decía cuando daba sus primeros pasos en el periódico, recuerda que “unas horas antes de que Javier y su equipo llegaran, estaba prohibido que entraran los periodistas a Mataje. Pero esa mañana hicieron el registro en el puesto militar y se les permitió entrar.
¿Qué pasó? Es una de las preguntas para las que hasta ahora no tengo una respuesta”, dijo.
Además, Tipanluisa le contó a la Fiscalía ecuatoriana que en el periódico no era una práctica habitual ingresar a trabajar en sitios de alto riesgo si no se contaba con el permiso de las autoridades de la zona. En este caso, Javier siguió los procedimientos de rigor y contó con el visto bueno de la autoridad más alta de la región, quien coordinaba tanto a la Policía como a las Fuerzas Armadas: el contralmirante Merlo.
Tras pasar el retén, el equipo de El Comercio no se volvió a comunicar con el periódico. No se sabe si alcanzaron a entrevistar personas en el pueblo o si pudieron hacer algo de reportería. Lo único que está probado es que la camioneta Mazda azul quedó parqueada en Mataje y en la guantera Efraín dejó us papeles y su billetera. Paúl salió sin el celular que usaba para filmar y sin la maleta donde llevaba lentes, un módem y un computador.
Víctor Hugo Guerrero fue profesor dos años en la escuela primaria de Mataje, hasta que la violencia lo obligó a dejar su puesto. Es de los pocos que se atreve a romper la ley del silencio que asfixia la región y cuenta a nombre propio lo que supo sobre el arribo de los periodistas al poblado. “Ellos llegaron consultando a Mataje; querían hacer entrevistas, pero nuestra gente se esconde. A muchos niños ellos les preguntaron dónde quedaba el puente que pasaba a Colombia. Los niños les dijeron. Ellos se trasladan hasta ese sector y regresan. Después conversan con otras personas, y luego regresan otra vez y ahí desaparecen en el puente límite con Colombia. Ellos dejaron a un lado el carro y se trasladan a conocer el puente caminando. Buscando personas con quien conversar. Pero a nuestra gente no les gusta expresar esas amarguras. No les gusta hablar”, dijo el profesor Guerrero. Y añadió: “A los periodistas les dijeron que el sector estaba peligroso; el mismo pueblo ve, oye y calla. Por lo que se vive en el área. Los periodistas se trasladan confiados, llegan al sector y comienzan a investigar”.
Dos habitantes de la región, que pidieron no ser identificados y que conocen bien el lugar, conversaron poco después del secuestro con habitantes del sector llamado Nuevo Mataje sobre lo que pasó. Ambos contaron que las versiones de los pobladores coinciden en un mismo relato: Javier, Paúl y Efraín llegaron, parquearon la camioneta y salieron a caminar. La gente del pueblo vio que mientras caminaban se les acercó alguien, conversaron y lo siguieron. Estaban en territorio ecuatoriano y cruzaron “al otro lado”, atravesando el río Mataje sin violencia.
“Ellos le van siguiendo a ese señor (…), se embarcan en una canoa y los pasan al otro lado. Pero ellos fueron sin presión, y cuando llegan allá y los meten más adentro (les dicen): «Ahora sí, están detenidos». Se los llevan”, dijo una de las fuentes, que trabaja en la zona.
La orden de Guacho era detener y asesinar a cualquier extraño que deambulara por la zona. A Paúl, Efraín y Javier los llevaron bajo engaño, con la promesa de entrevistar a Guacho, quien les revelaría la estructura y el funcionamiento de su grupo. Fernando Medina, el colega de Javier en la sección de seguridad de El Comercio, les dijo a agentes antisecuestro que como parte del cubrimiento periodístico, en un momento sí buscaban una entrevista con Guacho o “con cualquier comandante del Frente Oliver Sinisterra”, pero precisó: “después se modificaron tantas cosas que pasaron… queríamos eso, pero nuestros jefes nos decían que no y ya después de lo último que le dije que me pasó con el muerto, ya”.
Existen al menos dos versiones sobre cómo empezó el secuestro: que fue Gustavo Angulo Arboleda, alias Cherry quien los detuvo en Mataje y cruzó a Colombia con ellos; o que fue Jesús Segura Arroyo, alias Roberto, quien hizo el primer contacto y luego se los llevó a Cherry. En cualquier caso, el resultado fatal fue el mismo.
Cuando pasaron al lado colombiano, Cherry de inmediato se comunicó por radio con Guacho para informarle que tenían a tres periodistas secuestrados. Este le preguntó de qué medio eran, y advirtió que si trabajaban para uno importante, prefería no hacerles nada. Pidió que se los llevaran a la zona conocida como El Playón, del lado colombiano, y que les dijeran que él quería que le hicieran un reportaje. Luis Alberto Bermeo, alias Pitufín, otro miembro del grupo, les habría dicho a los periodistas que eran prisioneros de guerra. Y cuando estuvieron frente a Guacho, el líder del Frente Oliver Sinisterra, fue este quien les informó que estaban secuestrados.
Aunque los marinos del puesto de control le habían recomendado al equipo de El Comercio que volvieran antes del mediodía, cuando entregaron el turno no alertaron que Javier, Paúl y Efraín no habían regresado. En la tarde se registró un ataque con explosivos contra un camión del Ejército en la zona y un helicóptero militar sobrevoló Mataje, pero aunque vieron la camioneta y supieron del atentado los uniformados no avisaron a las patrullas que recorrían el lugar.
Mientras esto ocurría en la frontera, en El Comercio, tras no recibir noticias, los colegas de Javier, Paúl y Efraín empezaron a preguntarse qué había pasado.
Sara Ortiz, de la misma sección de Javier, llamó al lanchero que lo había llevado a Mataje unas semanas antes. Este confirmó que lo habían llamado, pero le dijo que, por estar en otro lado, no los había llevado.
A las cinco de la tarde, el contralmirante Merlo recibió una llamada de un periodista de El Comercio, quien le preguntó por el ataque en Mataje y le dijo que no tenían noticias de sus colegas. Sin embargo, Merlo dijo que fue a las ocho de la noche que fue informado por un parte policial que los tres periodistas no habían vuelto al hostal El Pedregal en San Lorenzo. Era 26 de marzo de 2018 y para los tres de El Comercio los días más largos de sus vidas apenas empezaban.
*Catalina Botero, Relatora especial para la Libertad de Expresión de la CIDH (2008-2014).
Fragmento publicado con autorización de la Editorial Planeta y Consejo de Redacción en Colombia.